viernes, 4 de junio de 2010

Profecía final

LAS ÚLTIMAS PROFECÍAS DE FRAY CELSO VALDIVIA (II)


Como ya mencioné en la profecía de fray Celso Valdivia, que hablaba del presente año 2010, su vaticinio final, descrito cerca también de su propio final, se refiere al mes de junio de 2136 basándose en dos hechos. El primero se debe a sus técnicas de predicción, como la tarotmética, que para él son sus musas, y así, descomponiendo en factores el número correspondiente al año, obtenemos: 2136 = 2·2·2·3·89 = 2·3·2·2·89 = 2·3·4·89, donde observamos que en la secuencia (2, 3, 4, 8, 9), faltan el 5, el 6 y el 7, por lo que el monje deduce que los meses más problemáticos han de ser mayo, junio y julio. El segundo se debe a que en el añito en cuestión podemos separar dos grupos de cifras: 213 y 6. Pero sumando las del primer grupo, 2+1+3, nos da 6, por lo que ya encierra dos seises el año, y si escogemos el 6, es decir, junio, de los tres meses de peor agüero que faltaban en la descomposición realizada por Celso Valdivia, se llega a que junio de 2136 representa el número de la bestia al contener tres seises: 666, si aceptamos la interpretación más o menos críptica del monje. Pero ya dije entonces que, con frecuencia, cuando entraba en trance a partir de sus visiones tarotméticas, alcanzaba una especie de comunión espiritual con alguien que vivió o vivirá realmente en ese lugar y tiempo, experimentando los efectos profetizados. No se trata de una posesión, más bien de unirse al alma del sujeto de una manera pasiva: el augur ve por los ojos de su anfitrión corporal, al que no elige voluntariamente, como si una fuerza superior se lo ofreciese, oye por sus oídos, capta sus pensamientos y emociones, pero no piensa por él ni se emociona contagiando la mente y el corazón de ese ser desconocido y, por lo general, remoto en el espacio y en el tiempo. Para haceros una idea, lo mejor es que leáis lo que narra Celso Valdivia tras unirse espiritualmente a un joven que se dirige a su trabajo cierta mañana del mes de junio de 2136. Las aclaraciones o conjeturas que he puesto entre paréntesis son mías.

Cristal perfecto, puertas metálicas, escaleras que se mueven para adentrarse en las entrañas del mundo, tal vez en las cavernas de Satanás, pizarras luminosas donde letras y números fluctúan apareciendo poco antes de que otros números y letras y símbolos irreconocibles los sustituyan. Por fin nos detenemos, ante nosotros una sucesión de carruajes sobre un camino de vigas horizontales, vigas paralelas de hierro que solo Dios sabe adónde conducirán (resulta evidente que se hallan en una estación de metro). Lucho para quitarme de la cabeza el 666, pero yo no soy del todo yo, de forma que el pánico me sacude como un trueno imprevisto: ¿acaso nuestro destino será el infierno? Supongo que no, porque mi anfitrión entra sin manifestar ningún tipo de inquietud. Dentro de aquel carruaje solo hay lo que parecen dos personas: una joven, de aspecto adolescente, y... ¿un hombre de metal? Este individuo, sin otra vestimenta más que su piel dorada, permanece de pie. ¿Un diablo menor o un caballero con su armadura, dispuesto para la batalla? Debe tratarse de esto último, pues los demonios no necesitan armadura y su apariencia será mucho más terrorífica (al monje no se le pasó por la imaginación compararlo con una marioneta sin vida, algo semejante a robot, teniendo en cuenta el siglo en el que vivió el monje).
Transcurren unos quince minutos. Mi anfitrión y la joven se miran y sonríen como nerviosos. El caballero de metal ni se inmuta: ni un solo gesto en su rostro, ni un solo movimiento de sus manos o pies. La puerta del carruaje continúa abierta. De pronto, todas las luces se apagan. Los dos jóvenes se incorporan de un salto, miran a derecha e izquierda, intentando ver qué sucede en los demás carruajes a los que está unido el suyo, con los que se comunican sin ningún tipo de obstáculo.
Los vagones están casi vacíos, comenta mi anfitrión. Todo el tren está prácticamente vacío, murmura ella antes de dirigir sus ojos a una especie de pequeño misal: un misal del futuro con luces y una página de vidrio donde leer los sagrados textos de la liturgia y..., también se apaga de repente. Acaban de anular mi móvil, dice, con cara de disgusto. Eso es grave, voy a comprobar el mío, porque... Mi anfitrión no continúa: por encima de su voz suena otra que no proviene de ningún sitio concreto: Tiempo de espera agotado sin cubrir el veinte por ciento de ocupación a lo largo de tres días consecutivos. Por favor, abandonen el tren y busquen otro medio de transporte.
Me da la impresión de que se han vuelto locos, comenta ella, ¿no crees lo mismo..., cómo te llamas? Celso..., ¡no!, Tomás, ¿por qué habré dicho Celso? Yo, Arial. Qué nombre más raro. Cosas de mi padre, ¿nos bajamos? Sí, y tienes razón, se han vuelto locos: nunca recuperarán el veinte por ciento de ocupación: se va automatizando todo cada vez más y los que hacemos trabajos presenciales, fuera de nuestro domicilio, escaseamos como especímenes exóticos. Tomás, todo esto tiene muy mala pinta. Peor de lo que supones, Arial. Mi anfitrión y su acompañante echan un vistazo al de la armadura dorada mientras abandonan el carruaje, pero el hombre de metal no da muestras de seguirles.
Llegamos a la superficie. En las calles apenas hay gente. Algunos andan titubeantes, como si no supieran adonde ir. Vehículos extraños, sin bestias de tiro, jalonan la calzada, inmóviles, dejando libre un pasillo por el que se desplazan otros, aunque muy escasos. También vemos más hombres de metal, no todos estáticos: los hay que caminan con una agilidad impropia de un caballero enfundado en su armadura. Dos pájaros vuelan en nuestra dirección, quizá para posarse en un árbol próximo, pero no, atraviesan su copa como si fuese insustancial, continuando su vuelo hacia una gran torre, especie de chimenea que culmina en una abertura semejante a la de una trompeta, sobre la que crecen multitud de plantas: arbustivas, herbáceas, enredaderas exhibiendo sus flores. Es un auténtico jardín vertical, donde se posan y desaparecen los pájaros. Y son visibles, aunque más lejos, otras estructuras como aquella. Torres de purificación, leo en la mente de Tomás: purifican el aire de la ciudad, una ciudad constituida por edificios que superan, muchos de ellos, la altura de las catedrales y la robustez de las mayores fortalezas.
Pasamos junto a uno de los árboles fantasmales (holograma, sin duda), encaminándonos hacia el siguiente, pero, segundos antes de llegar, se esfuma quedando un tocón metálico desde el que parte un tubo que se remata, a diez metros aproximadamente, con algo semejante a una corona de metal y vidrios multicolores. Mi anfitrión y Arial se paran de golpe. ¿Has visto, Tomás? Sí, esto es el apagón absoluto, responde, mientras percibo su desasosiego. Se han desvanecido todos los árboles fantasmales, una gran cantidad de vehículos y hombres metálicos acaban de detenerse y el silencio solo es interrumpido por el piar de las aves en busca de las torres donde anidan. Algunos transeúntes caen al suelo, dando la sensación de que agonizan, otros, tras interrumpir sus trayectos, permanecen indecisos, como si no se atrevieran a continuar hacia los lugares a los que se dirigían. Acompáñame, Javier, ahí vivo yo, le dice Arial, señalando a la entrada de uno de los edificios colosales, rascacielos, según se plasma en la mente de mi anfitrión. Rascacielos, jamás imaginé que pudieran emplear un término blasfemo para ponerle nombre a un producto de la arquitectura. Tal vez lo que les está pasando se debe a irreverencias como esa, ¿acaso no conocen las sagradas escrituras?, ¿olvidaron ya lo acaecido en Babel?
Después de entrar, deben subir diez tramos de escalera con treinta peldaños cada uno, trescientos escalones en total que los dejan agotados. Compadezco a quienes vivan en las plantas superiores, musita, entre jadeos, mi anfitrión. Sí, cuando un ascensor falla no está más de dos horas fuera de servicio, pero ahora han fallado todos y quién sabe si los repararán alguna vez. Igual que en mi casa, asiente con la cabeza Tomás. Como en todas partes, supongo, porque hasta los ricos los instalan en sus mansiones unifamiliares, dice Arial antes de acceder a su vivienda, que ella llama estudio, sin habitaciones separadas, ni división clara entre cocina y comedor. Todo es triste y penumbroso en aquel día nublado. A través de un ventanal que abarca casi toda una pared puede verse la calle, el edificio de enfrente, y los pájaros que suben y bajan y... los hay que parecen artificiales, como si fueran muñecos con plumas de seda y ojos con incrustaciones de zafiros y esmeraldas. Qué futuro tan siniestro.
No vamos a poder sobrevivir, ¿verdad, Tomás?, le pregunta la joven mientras toman asiento. No lo sé. Pero, si se interrumpen los suministros, el abastecimiento de agua y luz, el transporte desde huertas o granjas donde se producen los alimentos que se consumen en las ciudades, aunque tuviéramos saldo en nuestras cuentas, moriremos. Quizá alguien haga algo para evitar la extinción... ¿Quién va a hacerlo, Tomás?, ¿recuerdas cómo se protestó cuando decidieron cambiar en las leyes el término ciudadano por el de cliente? Lo recuerdo: las manifestaciones no sirvieron de gran cosa. El sesenta por ciento de la población activa trabaja en sus domicilios, pero estos trabajos son discontinuos, hasta el punto de que muchos meses el desempleo se aproxima al cincuenta por ciento en ese colectivo, y en cuanto a nosotros, los presenciales, estarás al corriente... Por supuesto: el paro alcanza al setenta y cinco por ciento, más o menos. Para que el sistema funcione hay que mantener el consumo, pero si la gente no tiene dinero para consumir porque carece de trabajo... Habría que pagarles a los robots y que ellos nos lo dieran a nosotros. Los robots son los esclavos perfectos, y las empresas propietarias o dueños particulares nunca accederían a tal propuesta: se embolsarían ese dinero antes de que llegara a ociosos clientes.
Suena un zumbido y, a la par, se enciende una luz fría de color rojo que parpadea como una estrella de sangre sobre un pequeño cuadro que hay en la cocina. Arial, levantándose, se acerca al artilugio y dice en voz alta: imagen. Como no sucede nada, le comenta a Tomás: increíble, el sistema interno tampoco funciona correctamente, vamos a ver si con una secuencia táctil... Roza con las yemas de los dedos un rectángulo de vidrio que existe dentro del cuadro. La puerta de la casa se abre de manera tan silenciosa que me sorprende (lógico que sorprenda al monje, observador desde los ojos de Tomás a varios siglos de distancia). Tras la apertura, entra una mujer de unos cincuenta años, con cabello compuesto por virutas, se diría, de cobre, ojos de cristal de un amarillo intenso y... ¡una mano de metal!, muy parecida a los apéndices de esos caballeros que llaman robots. ¿Llegan las brujas para allanar el camino a su amo? ¿Preparan el advenimiento de Satanás embaucando a estos inocentes jóvenes que le abren la puerta?
Hola, Arial, mi marido está agonizando. ¿Qué me dices, Poppy? Desde que su implante de realidad virtual dejó de ser operativo, desconectándolo de paso de Internet, parece que estuviera en coma. No me extraña, interviene mi anfitrión, y como él deben estar millones de clientes, yo me he salvado porque no uso ni siquiera lentillas de acceso, tan solo gafas... ¿Es tu novio?, pregunta Poppy. No, un amigo que encontré en el metro: se llama Tomás. Encantada, Tomás..., como te explicaba, Arial, creo que se muere por culpa del apagón, y, para colmo, llevamos cinco días sin poder comprar alimentos: ayer consumimos lo último que nos quedaba, ¿no tendrás, a falta de nada mejor, unas cápsulas de nutrientes equilibrados con las que sobrevivir hasta que esto se arregle? Tengo dos botellas de agua mineral, un quilo de setas trepatorres y un bote de arañas transgénicas en salsa de soja.
¡Arañas!, ¿acaso aquella joven también pertenece al gremio de las servidoras del diablo? ¿Qué poderes otorgaría una pócima con aquel ingrediente arácnido, ingrediente, por cierto, repulsivo para cualquier cristiano? Animales impuros y terroríficos como las tarántulas tal vez alarguen la vida de las brujas, pero hechizarán a los feligreses de nuestras parroquias sumiéndolos en pesadillas cuyo desenlace será la tumba. Por incomprensible que parezca, a Poppy se le abren los ojos en señal de avidez ante la perspectiva del hambre satisfecha. Pues si no te importa compartir tu bebida y tus víveres con nosotros, cógelos y vamos a mi apartamento: a lo mejor todavía podemos salvar a mi marido.
La casa de la bruja es algo mayor que la de Arial, con dos habitaciones independientes. Fijaos en el estado en que se encuentra Héctor: aunque no ha llegado a cerrar los párpados, no responde a ningún estímulo. El hombre yace en una especie de diván, inmóvil, con la cabeza ladeada hacia el ventanal que da a la calle, pero como si no mirase, extraviado por los encantamientos de su mujer, sin duda. Tengo que ir al servicio, manifiesta mi anfitrión. Está un poco sucio porque no hay agua corriente. No te preocupes, Poppy. Lo que denominan servicio es un cuarto en el que uno se puede lavar y hacer sus necesidades gracias a instalaciones, artilugios y sustancias de un lujo desmedido, claro que comparto el cuerpo de un joven del siglo XXII, alguien que desconocerá los rigores de la celda de un monasterio del siglo XV. A pesar de tan moderno habitáculo, el hedor resulta insoportable: se ven manchas de orina y excrementos tanto en el suelo como en el receptáculo donde Tomás vacía su vejiga. A buen seguro que la bruja conducirá a su esposo Héctor hasta allí para que, aun en ese estado de trance que llaman coma, lleve a cabo sus deyecciones. Cuando mi anfitrión sale por la puerta que no cerró, pues no hay luz en el cuarto, vemos a Poppy devorando unas enormes arañas de color granate que saca del bote que Arial le ha entregado. Incluso se chupa los dedos, una vez que el bicho desaparece en su boca, para aprovechar hasta la última gota de una salsa oscura en la que están bañados. Repugnante.
En ese momento, otro joven de edad parecida a la de Tomás, entra en la casa. ¡Mamá!, se dirige a Poppy gritando, ¡hay que sumarse a la manifestación! ¿Qué manifestación?, preguntan al unísono la bruja y Arial. La que ha organizado toda la clientela mundial en las mayores ciudades. ¿Para exigir la reanudación de los suministros y que se reconozca de nuevo a la humanidad la condición de ciudadanía en vez de clientela? No: la gente no puede vivir desconectada de todo, en especial de Internet. A mí apenas me afecta, explica mi anfitrión, no utilizo implantes ni lentillas, únicamente gafas de realidad virtual que me ponía un par de horas después del trabajo. Igual que yo, pero la mayor parte de los clientes no trabajan, llevan varios días sin ingerir alimentos, de modo que les queda únicamente Internet para morir de inanición en condiciones dignas. ¿Morir?, musita Arial. Hace años que este mundo pertenece a las máquinas, a sistemas tecnológicos que los ricos, los clientes de máxima categoría, creen controlar sin que sea del todo cierto. Hasta las decisiones se ejecutan a través del programa autónomo GLOBAL.$, que con frecuencia hace variaciones modificando las órdenes recibidas. Su madre, chupándose bien los dedos después de tragar otra araña, interviene para decir: pero, si la gente está desconectada, ¿cómo se va a realizar la convocatoria? Pues como lo estoy haciendo yo: a través del boca a boca. ¿No te has dado cuenta, mamá, de que la manifestación ya ha comenzado? ¿Es que va a pasar por esta avenida? ¡Asomaos todos al ventanal! Poppy, Arial y Tomás, se aproximan a la cristalera para contemplar la calle. El hijo de esta última tiene razón: la calzada, antes casi vacía, se ha convertido en un lento río de personas que avanzan tambaleantes, muchas cabizbajas, como si se dejasen llevar por la corriente de individuos que gritan algo inaudible desde la altura a la que se encuentran los congregados ante el vidrio. Tenemos que unirnos a ellos, dice, casi ordena, el vástago de la bruja desde detrás de mi anfitrión. Está bien, aunque no sirva para nada, yo me apunto, acepta Tomás observando cómo las dos mujeres asienten, después de todo no tengo nada mejor que hacer.
Bajamos las interminables escaleras para incorporarnos a la riada humana, dejando a Héctor exangüe sobre su diván. Sumidos ya en la corriente se perciben muy bien los gritos: In-ter-net, queremos Internet, In-ter-net, In-ter-net, queremos Internet, In-ter-net, al menos Internet, In-ter-net, In-ter-net... Muchos abren la boca, pero solo balbucean de modo ininteligble o se limitan a expulsar bocanadas de aire sin ninguna modulación, las últimas ráfagas de un aliento que se debilita. Arial bebe de una botella, Poppy sigue tragando arañas del bote que ha bajado, su hijo mastica una seta trepatorres cruda que recuerda a un pequeño capitel corintio de pulpa rosácea con pintas de color turquesa, y mi anfitrión bebe de la otra botella. Entre sorbo y sorbo, o después de ingerir el último bocado, también chillan, chillan como los más enérgicos participantes en la patética riada, posiblemente porque las fuerzas aún no les han abandonado. Pienso en el marido de la bruja, moribundo y solo allá arriba, presa de una maldición, de una magia que no sé neutralizar: sufro por ello: tan solo me es posible pedir al Señor que lo libere. Rezo por su alma mientras ellos gritan.
In-ter-net, In-ter-net, In-ter-net. Queremos Internet. Al menos Internet. In-ter-net, In ter-net...
Un anciano, con trenzas que le llegan hasta la cintura, se acerca enseñándonos unos carteles de papel. Ayudadme a pegarlos en aquel escaparate, dice mientras señala a una gran lámina de vidrio detrás de la cual se exhiben, entre otros objetos, dos caballeros de metal completamente inmóviles. Javier lee lo que ponen los carteles: GOBERNANTES DIMISIÓN. PROGRAMADORES: DESTRUID GLOBAL.$ O IREMOS A POR VOSOTROS. De acuerdo, murmura mi anfitrión, te echaremos una mano. Sí, se inmiscuye Arial, aunque sirva para poco. No servirá para nada, asume el anciano, pero dejaremos nuestra queja como último testimonio de una mínima resistencia antes de la extinción.
De pronto, en las aceras resucitan los árboles fantasmales en una eclosión que embellece con luces y colores toda la calle. También se iluminan multitud de ventanas en los edificios. Algunos de los más tambaleantes recuperan un paso normal: sus ojos brillan como si hubiera regresado la vida a sus cuerpos. Pero otros, incapaces de soportar el ansiado estímulo, caen al suelo donde agonizan junto a muchos que ya se han desplomado antes: aquellos que la corriente humana pisotea sin reparar en tales bultos desparramados.
In-ter... ¡Aleluya! Aleluya, aleluya... Ha vuelto la conexión. Aleluya. Demos gracias a nuestros queridos gobernantes y a GLOBAL.$. Aleluya.
Aquel grito unánime va dirigido al cielo, a las nubes que empiezan a desprender una lluvia cálida, a las torres de jardines verticales donde, por lo visto, trepan una especie de capiteles corintios de carne rosa. Insensatos, blasfemos: solo Dios merece el agradecimiento de justos y pecadores, porque habrán pecado para padecer los males que padecen, para morir de inanición o desplomarse sobre la calzada en una agonía silenciosa pero irreversible. ¿Cuántos? ¿Miles, millones de clientes pisoteados por otros clientes?
Aleluya, aleluya, el fin de los tiempos se acerca para liberarnos de toda preocupación. Aleluya.

Concluido este relato, donde fray Celso Valdivida asiste a una situación futura viendo el principio de una hecatombe mundial por los ojos de ese Tomás del siglo XXII, el monje, como suele acostumbrar, haya compartido o no el cuerpo de una persona ajena a dicha comunión, resume en unos versos todo lo experimentado para que sirva de advertencia a quienes lean su manuscrito, versos que, al igual que ocurre con el texto anterior, he procurado transcribir de modo que sean bien inteligibles para lectores que no se molestarían en perder unas horas con el objeto de convertirlos en castellano actual. He de añadir que, en el relato de sus vivencias, hay párrafos enteros en latín: otra dificultad más a la tuve que enfrentarme. Bueno, ahí va la estrofa:

El día de la bestia ya ha llegado:
agonizan justos y pecadores.
Demonios de metal hoy se apoderan
de palacios, de calles, de un futuro
que desprecia las almas del Señor.
En procesión los últimos valientes,
una Santa Compaña que convoca
a todo moribundo, a todo vivo
para caer alzando su protesta.
Y aleluya dirán mientras fallecen
si Satanás alivia sus dolores
con hechizos uniendo sus miserias
en la consolación de los estúpidos.


Para finalizar, anuncio que más adelante hablaré del manuscrito de fray Celso Valdivia, de cómo me hice con él y del uso de alguna técnica tarotmética que se menciona en el libro.