jueves, 25 de agosto de 2011

Eclipse de Luna

Jordi estaba muy cabreado con su jefe, pero más le valía no rechistar: para dos meses de trabajo al año que le permitían costearse la matrícula en la universidad, preferible guardar silencio. Si había algún extra no remunerado, siempre le tocaba a él. Los veleros de la clase Hobie Cat reposaban alineados sobre la arena, mientras que las piraguas, de un color naranja vivo, las había colocado verticalmente apoyando las quillas sobre el acantilado dentro del recinto donde se hallaba la caseta del negocio. Pero aquella noche sería la del eclipse, y al imbécil de su jefe se le ocurrió que obtendría unas ganancias sustanciosas si alquilaba los hidropedales hasta la medianoche, aunque no contase con autorización para ello. Los socorristas se habían ido a su hora de la playa, por lo que Jordi se temía que quizá le tocara en algún momento tener que suplantarlos, porque a medida que se acercaba el crepúsculo, la afluencia de gente aumentaba. Por allí unos surfistas, más acá dos chiflados montando un telescopio, niños jugando a la pelota, padres con prismáticos, parejas y grupos con vasos de un litro llenos de cócteles cuyos colores parecían fosforescentes con la puesta de sol, adquiridos, como él había hecho con su botellín de cerveza, en el Rompeolas: un antiguo merendero sobre la parte baja del acantilado, desde el que podía descenderse a la arena por una escalerilla de madera. En el interior del Rompeolas se veía un hacinamiento desconocido, como en la playa a esas horas. Jordi dio un sorbo del botellín abstraído en el vuelo de una cometa que pretendía imitar a Batman.
Alberto y Fran se habían aburrido de buscar olas sobre las que cabalgar con sus tablas. Qué ganas tenían de viajar a California, a Hawaii o a alguna playa del norte, en el País Vasco, por ejemplo, donde encontrar unas olas decentes, aunque no lograran un tubo. Fran se ajustó su lycra y, durante unas milésimas de segundo, un escalofrío le recorrió la espalda: ¿era una señal, un pálpito de malos augurios en la inminencia de un peligro indefinible o la necesidad del neopreno en aquel atardecer fresco? Los últimos rayos de sol se habían extinguido. Fran se incorporó mirando al horizonte, por donde la Luna, casi llena, haría su aparición antes de irse ensombreciendo. ¿Dónde estarían Germán y Lola?, ¿es que pensaban contemplar el fenómeno sobre la moto de agua del joven? Si fuera así, poco eclipse verían teniendo en cuenta la forma de conducir de Germán. ¿Y en qué momento habían desaparecido de la playa Mila y Tomás?, porque cuando ellos salieron del agua nadie permanecía custodiando sus pertenencias, una temeridad que llevó a Alberto a una demostración de su rico vocabulario de exabruptos. Un resplandor anaranjado comenzó a teñir el horizonte, el mar que se extendía por levante. Por fin, por fin la Luna se alzaba para exhibirse ante los espectadores allí congregados. Hubo gritos que provenían del Rompeolas, aplausos en la arena, balones que dejaron de rodar, personas con prismáticos que se metían unos decímetros en el agua como si de ese modo se aproximasen de manera significativa al satélite para contemplarlo desde más cerca. Alberto se puso en pie y, echándole el brazo derecho por el hombro a Fran, señaló con el izquierdo la aparición del astro vecino, a lo que este asintió con la cabeza, mientras, a su vez, le indicaba a su amigo surfista el movimiento de una moto acuática dejando una estela de espuma que se retorcía igual que una serpiente con las curvas alocadas: Germán con Lola, sin prestar atención a los prolegómenos del eclipse.
Mila y Tomás se habían retirado hacia las dunas, a unos quinientos metros de allí, en la linde del pinar donde podrían entregarse a sus juegos amorosos a la espera del eclipse. Tras despojarse de sus ropas, estuvieron retozando unos minutos en una hondonada entre las dunas, aislados del mundo, al menos eso creían ellos, pero el pulular creciente de los mosquitos los decidió a acelerar la consumación. Por poco se frustra el acto, porque Mila deseaba que la penetrase por delante, al contrario que Tomás a quien le apetecía un coito acariciando sus nalgas, un coito vaginal, eso sí, pero por detrás. Por fin la joven accedió y, poniéndose a cuatro patas, recibió los empellones de su amante, mientras maldecía por tres motivos: el escarabajo que pasó sobre su mano derecha, los palmetazos, que no caricias, que le propinaba Tomás, y los jadeos crecientes de otra pareja que se encontraría en un lugar cercano, tal vez detrás de uno de los pinos que se hallaban a escasos metros de su hondonada arenosa. ¿Y el eclipse de Luna?, le preguntó entre embestida y embestida. Que le den por culo a la Luna. ¿No te estoy eclipsando yo a ti bien el coño? Pues confórmate.
Aún quedaban tres hidropedales en el mar. Quienes los habían alquilado se lo estaban pasando bien. Jordi no entendía que los adultos se divirtieran como niños pequeños, deslizándose por los toboganes hasta caer al agua con un chapuzón al parecer irresistible. Dio otro sorbo de cerveza antes de mirar a los del telescopio esforzados en estabilizar el aparato sobre una de las rocas que formaban la avanzadilla del acantilado sobre la arena, desprendiéndose alguna que otra todos los años. Las luces de un mercante y de varios pesqueros comenzaron a adquirir un tono rojizo. Y es que aquella Luna, recién emergida del horizonte, no era la Luna de plata o de queso de la que hablaban poetas y narradores, no: se trataba de una bola sanguinolenta, de un naranja sucio, casi amenazador, que subía por el cielo ya libre de las nubes que lo salpicaron a primeras horas de la tarde.
Alberto había comprado en el Rompeolas dos daikiris de zumo de naranja, porque tanto Fran como él los preferían así y no de limón. Al levantar los vasos de plástico, vieron que el tono era muy similar al de la Luna, al del satélite que empezaba a mostrar una dentellada de sombra, una muesca de oscuridad que la devoraba poco a poco. Dónde se encontrarían Tomás y Mila, iban a perderse el eclipse, por no hablar de los daikiris, que estaban deliciosos. Qué pesados aquellos dos, siempre follando, sin pensar en otra cosa hasta el punto de que abandonaron sus propias tablas y las de sus amigos, junto con el resto de pertenencias, sin importarles que les robaran.
Tomás, tras finalizar su cabalgada, se derrumbó sobre Mila, quien, a su vez, quedó aplastada sobre la arena. La joven protestó porque no podía casi respirar con aquel peso muerto encima, pero su pareja no tenía ganas de moverse. Espera un poco, mujer, que esta penetración ha sido agotadora, en unos minutos descabalgo. En unos minutos nos perdemos el eclipse. La voz de Mila se oía deformada por la presión de su rostro sobre la arena. Que le den por culo a la Luna y a todos los jodidos satélites.
Jordi seguía cabreado. Aún quedaban dos hidropedales sobre el agua, por lo que su único entretenimiento consistiría en dar sorbos a la cerveza y observar a los reunidos en la playa. Los del telescopio daban gritos de admiración elevando los brazos al cielo como si agradecieran a Dios su deferencia por regalarles aquel fenómeno. Desde luego, llamaba la atención: la Luna estaba a punto de desaparecer engullida por una oscuridad que se extendía sobre ella como una peste sideral. ¿Y ahora qué? Se adivinaba la presencia del satélite, pero de aquel anaranjado sucio no quedaba ni rastro. Todos expectantes, todos como conteniendo la respiración. Y justo cuando un destello brilló por donde había recibido la primera dentellada, un ruido ensordecedor hizo que todos se estremecieran. ¿Una explosión? ¿Qué había pasado? Jordi se acercó corriendo hacia la espuma que dejaban las olas al morir: una moto de agua había chocado contra uno de los hidropedales. No, si al final siempre le tocaban a él los marrones. Los alaridos de dolor eran bien audibles. ¿Cuántas personas gritaban?, ¿una, dos, más?
Alberto y Fran quedaron paralizados con sus daikiris a medias. Sabían que la moto acuática de Germán y Lola había tenido un accidente, grave, con seguridad, un impacto contra una roca u otra embarcación. No apostaban nada por las vidas de sus amigos, como mal menor quedarían parapléjicos, pensó Fran. Ya nunca irían a coger olas ni a California, ni a Hawaii ni a Australia.
Mila intentó reptar sobre la hondonada para salir de debajo de Tomás, pero este era muy pesado para ella. Solo un momentito más, mujer, solo un momentito, que aún tengo la polla tiesa ahí metida. No puedo respirar. Claro que puedes. ¿Y el eclipse? El eclipse ya ha terminado, hay más luz, mucha luz. Pues quiero verla, quiero ver la Luna iluminándose. Que le den por culo a la Luna.
La gente corrían de un lado para otro en la playa. Los móviles sonaban. Se oyó una sirena a lo lejos, de la policía o de una ambulancia. Los hacinados en el Rompeolas se apresuraban a bajar a la arena para saber lo que sucedía. El protagonismo se lo llevaba el morbo, la sombra de la muerte eclipsando a cuerpos destrozados sobre los vaivenes de las olas.
La Luna había recuperado ya la mitad de su rostro. Y era un rostro blanco, de tiza, con esa palidez propia de los cadáveres.