viernes, 2 de septiembre de 2011

El reloj de arena

Solo he estado una vez en el rastro, por simple curiosidad más que con la intención de adquirir algún objeto de dudosa procedencia —a una amiga le robaron la bici y la encontró allí—, objetos que componían un mosaico de lo más heterogéneo, desde cómics y abalorios de hippie hasta pañuelos variopintos para señoras de mediana edad o camisetas de marcas falsificadas.
—Oiga, ¿no le interesa mi género?
Aquella voz provenía de un individuo sentado ante un reloj de arena de unos ocho centímetros de alto, un telescopio pequeño y bastante antiguo con el que no se vería ni el tenderete de enfrente, una brújula oxidada y dos sextantes que parecían idénticos: un muestrario de tecnología ya obsoleta. Eso sí, el reloj de arena resultaba decorativo: manufacturado en vidrio, bronce y caoba, seguro que quedaba bien encima de un aparador o antepuesto a un juego de copas de cristal dentro de una vitrina. Lo levanté para contemplarlo mejor y lo invertí para que la arena dorada comenzase a fluir reconstruyendo la correspondiente duna antípoda en el otro receptáculo.
—Ya veo, ya veo que le gusta el reloj: muy bonito, ¿verdad?, aunque la estética es lo de menos en este caso.
—Como antigüedad no está mal, pero hay artilugios más precisos y cómodos para medir el tiempo hoy día —repliqué.
El vendedor, un tipo de entre sesenta y setenta años, bizco, canoso, con barba de anacoreta, un polo celeste, pantalones vaqueros y chanclas como las que suelen usar las jovencitas, me escrutó valorando mi perfil de comprador, vaya, las facilidades que ofrecería como víctima para su estrategia de ave rapaz.
—Tiene razón, caballero, pero esta máquina no se encuentra en cualquier sitio... Me da la impresión de que usted no ignora la calidad de la pieza singular que ha cogido entre sus manos, y como me ha caído bien, voy a hacerle un precio especial: trescientos euros.
Coloqué el reloj de arena sobre su mostrador cochambroso con tanta energía que estuve a punto de romperlo: aquel tipo me tomaba por imbécil.
—Trescientos euros no vale el conjunto de lo que tiene expuesto aquí, ¿cree que soy tonto?
—En absoluto, ya le he dicho que pienso que entiende de esta clase de artilugios, pero he de informarle de que la arena de este reloj procede de la superficie de Marte: comprenderá que eso es algo que se debe pagar a su justo precio, más bien a su injusto precio porque le estoy haciendo una rebaja considerable.
—¿Arena marciana? —murmuré, dudando entre reírme o largarme a toda velocidad sin volver la vista atrás.
—Exacto, caballero, original del planeta rojo...
—Que planeta rojo ni que planeta rojo, ¿acaso tiene una hija trabajando en la NASA que ha pulverizado para usted un trozo del meteorito ese procedente de Marte?
—No, es un hijo el que trabaja en la NASA, mis dos hijas son prostitutas en un club nocturno de Barcelona, y no se crea, ganan casi tanto como mi varoncito ingeniero.
—Vale, así que ese varoncito ingeniero le ha regalado el reloj con arena extraterrestre...
—Qué va, se lo compré a un coleccionista amigo mío al que le quedaban unos meses de vida, junto con otros que ya he vendido, pero ninguno como esta pieza de valor incalculable: al parecer era un recuerdo de familia que pasaba de padres a hijos. Lástima que mi amigo no llegara a ser padre.
—Si es de valor incalculable, ¿por qué quiere deshacerse de él?
—Porque..., porque necesito liquidez. Cada hombre tiene sus debilidades: yo necesito ir a ese club de Barcelona mensualmente...
—No se acostará con sus hijas, ¿eh?
—No, ahora no, aunque las caté en su día, pero están demasiado delgadas para mi gusto... Oiga, le dejo el reloj de arena en doscientos euros y le invito a una visita al club si usted se encarga del transporte. Seguro que mi chica mayor le satisface: es un auténtico bombón... Por cierto, no encontrará reloj de arena más preciso: seis minutos clavados.
La verborrea de aquel sujeto me tenía como cautivo en una red de fascinación: ¿sería un nigromante, un hipnotizador bizco, pero hipnotizador al fin y al cabo, un loco capaz de embaucar a los atrevidos o estúpidos que se pusieran a su alcance como yo? Por ganar tiempo miré mi reloj de pulsera y, al unísono, invertí de nuevo el de arena. Esperé, mientras seguía oyendo sus bobadas, a que el chorro de granitos dorados fuese vaciando el receptáculo superior. Veía que el viejo me observaba con una sonrisa a medio camino entre la avidez y el triunfo. De reojo no perdía el control de la diminuta catarata.
—No es cierto lo que me ha dicho —aseguré—, la arena ha tardado en caer menos de seis minutos.
—Exacto... Es que se me olvidó explicarle que tarda seis minutos en Marte, donde la gravedad, como usted sabe, es aproximadamente cinco treceavos de la terrestre, no mucho menos de la mitad, y aunque el aire del interior también procede de ese mundo, y le recuerdo que la atmósfera marciana es mucho más tenue que la nuestra, por lo que el rozamiento compensa algo la diferencia debida a la atracción gravitatoria, resulta que aquí la arena cae más rápido. Pero, oiga, los seis minutos, en Marte, clavaditos.
—Vamos a ver, me ha dicho que el reloj no fue un regalo de su hijo ese de la NASA, sino que se lo compró a un coleccionista, heredado de su padre y de su abuelo, lo cual es imposible porque los primeros vehículos exploradores que tomaron muestras del suelo marciano fueron Viking 1 y Viking 2, en mil novecientos setenta y seis, y jamás volvieron de regreso para traer un puñado de arena. Quizá lo haga algún otro ingenio espacial a lo largo de este siglo o del próximo, pero, por ahora, ni polvo, ni aire, ni fósiles de bacterias —le demostré que no sería una presa tan fácil de capturar.
—Ah, ya comprendo: usted es de los que creen en los viajes espaciales, pero no aceptan los periplos por el tiempo...
—Pues no, no acepto los periplos por el tiempo —me faltó añadir: sabiondillo.
—Un error del que la ciencia le sacará tal vez antes de que pase a mejor vida, amigo... Pero no discutamos por naderías. Le dejo el reloj de arena en ciento cincuenta euros y no se hable más. Sigue en pie la visita al club de Barcelona.
—Nunca he ido de putas ni lo pienso hacer en el futuro.
—Usted se lo pierde. Mire..., yo soy muy aficionado al bricolaje, pero cuando tengo una avería gorda acudo a un profesional.
—No tengo ninguna avería gorda en los bajos.
—Como quiera, pero dígame, ¿se decide o no?
—¿A adquirir este viejo reloj por ciento cincuenta euros?
—Exacto, se trata de una pieza única.
—Pues no —dije, rotundo, al tiempo que amagaba con invertir por tercera vez el artilugio.
—Por favor, absténgase de darle la vuelta de nuevo —me rogó casi suplicando.
—¿Por qué?
—Seis minutos en la primera ocasión, seis minutos en la segunda, seis minutos en la tercera, ya sabe, amigo: 666, el número de la bestia. Ocurrirá una desgracia si lo hace la misma persona de manera consecutiva.
—Otra bobada: según usted, seis minutos tardaba en Marte, no aquí, a no ser que la catástrofe suceda en el planeta rojo.
—Exacto.
—Pero por allí andará poca gente, ¿no?
—Nunca se sabe.
No me gusta que me tomen por tonto, así que, como venganza por su charlatanería e intento de timo, invertí el reloj de arena y lo coloqué dando un golpe sobre su pequeño mostrador. Mientras me alejaba volví la cabeza: su rostro empezaba a palidecer, tiñéndose con ese color amarillo del miedo, de los cobardes. ¿O era verdoso?