La rueda dentada

La rueda dentada se movía, algo la movía. Era el alma del tiempo, corazón de las campanas, siringe de los cucos de madera. Gobernaba las estaciones, vistiendo con lencería blanca la soledad del invierno, frígida e inmisericorde, obsequiando botonaduras polícromas a la primavera, los lienzos amarillos que tejen tardes apresuradas del otoño, el azafrán que condimenta crepúsculos estivales donde cenas y coitos se suceden al ritmo de un reloj desenfrenado.
¿Cuándo empezó a moverse la rueda dentada? ¿Cuándo dejará de hacerlo? No contestan los campanarios, absortos contemplándose las vísceras, penumbras góticas creciendo puntiagudas hasta dar a luz pararrayos mellizos en infinitas catedrales, en infinitas palomas, lechuzas, musgo, lunares negros que permutan al azar en el aire, y prometen mancharnos los balcones con plumas de vencejo. No responden los álamos que respiran la niebla y delatan, chivatos, la fuga de algún río. Ni tampoco las casas, arropándose con tejados que fueron rojos dos siglos antes, armaduras de alfarero que insistentes granizos, munición no agotada por millones de nubes, perforaron para abrir el camino a una lluvia implacable.
La rueda dentada se movía. La rueda dentada de un corazón se movía. Las ruedas dentadas de dos corazones se movían. La Tierra se movía. Todo se movía.
No lo desvelarán los ciclos de amaneceres cada vez más idénticamente distintos: auroras en montañas donde no se ve el árbol que brota desde el valle, cavernas donde el sol es reflejo invisible de los ojos de víctimas, muriendo en manantiales que la fosforescencia de espectros escamosos les da atisbos de vida, no solo esencia mineral, cubismo en las paredes delirantes, llanto de techos para alimentar tristezas milenarias con un maná calizo que trae aroma a trufas y raíces y orina y excremento y sangre de soldados que agonizan en un cielo de hierba. No lo explicará ninguna aurora, tampoco la que alumbra los jardines de Cupidos mohosos que escarnecen los niños lapidando sus alas, ni los viejos que al caminar se encorvan como sauces repletos de nidos despoblados, de nidos que recuentan todas las ilusiones extraviadas en los parajes más profundos de sus umbrías memorias, memorias que desnudan la lencería blanca del invierno para cubrir estatuas irreconocibles, de un bronce tan lejano que no recordaría la fuente y el rosal del primer beso.
La noche corrió una cortina de luna y todo fue encerrado, como la rueda dentada, prisionera y haciendo prisioneros.