sábado, 18 de diciembre de 2010

Pintas

La casa de los padres de Bokerónglez está en una zona de Málaga que se denomina Atabal, sobre un monte con unas vistas envidiables. Era un viernes de principios de agosto, con un aire calmado y sofocante, preludio de lo que se avecinaba: un terral, propio de estos parajes, que elevaría la temperatura acercándola a los cuarenta grados. Llegamos al chalé con una antelación de diez minutos a la hora que me indicó el falso mendigo: nueve y media. Mientras llamaba tuve la duda de si me abriría o no, porque Bokerónglez era muy suyo y lo mismo nos hacía esperar en la puerta, sudando en aquel crepúsculo bochornoso, hasta que su reloj diera el permiso necesario para entrar. Pero no: un Bokerónglez muy festivo apareció ante las dos hojas de hierro forjado en compañía de la fu... joven de la que me habló llamada Judit. No os quedéis ahí, nos dijo el anfitrión, que va a enfriarse la lasaña de calabacín con bechamel de remolacha y nueces, receta inventada por mí: espero que os guste. La lasaña, hasta ahora, siempre me ha encantado, murmuró mi mujer en un derroche de ambigüedad mientras se fijaba, no sin cierto pasmo, en la pinta que tenía Judit, aunque Bokerónglez tampoco es que fuera muy convencional en su aspecto y forma de vestir: unas chanclas con adornos que brillaban en la oscuridad, bermudas de color azul cobalto sobre el que destacaban multitud de hojas de cannabis, un pendiente en la oreja izquierda con forma de boquerón, tal vez de plata y de grandes dimensiones pues a poco que inclinase la cabeza le rozaba el hombro, y un pelado que convertía su cabeza en un casco de centurión, lo que me sorprendió ya que cuando nos vimos la primera vez no exhibía ese penacho rojo que imitaba a una media media luna (sí, digamos a un cuarto de luna). Pero Judit, que, por cierto, olía a sudor proveniente de sus sobacos sin depilar más que un albañil que no se hubiera duchado en una semana, hacía que su amigo pareciese un pijo tradicional: en pelotas la tía, aunque, para ser justos, tapase sus vergüenzas con unas pinturas que imitaban a un biquini algo... psicodélico, con un piercing en cada ceja, otro en la nariz y un tercero en el pezón izquierdo, dos tatuajes en las nalgas replicados en el vientre, una trenza azabache que le llegaba casi hasta la cintura y ojos verdes con esa mirada melancólica de los miopes necesitados de nuevas lentillas. Fea no, pero a mí las chicas sin depilar, por poco vello con que la naturaleza las haya agraciado, más bien desgraciado, no me gustan, y si a eso unimos su delgadez, más acusada incluso que la de su pareja, porque Bokerónglez no tiene ni una mota de grasa, aunque tampoco unos músculos destacables, puede decirse que la desnudez de la jovencita ni me inmutó. Venga, Miguel, me dio dos palmadas en el hombro el anfitrión, ya verás qué manjares nos esperan.
Los manjares previos a la lasaña consistían en unos canapés a elegir entre salmón ahumado con una aceitunita negra, y queso fresco de cabra, que, por lo visto, pastaba (ella con sus congéneres del rebaño) en un lugar próximo a Ronda del que no me acuerdo, con un toque de orégano y media anchoa del Cantábrico. En fin, probé uno de salmón por cortesía: los canapés los había elaborado Judit, aunque no abrí la boca mientras pensaba en la posibilidad de encontrar un pelo de procedencia sospechosa, e incluso me esforcé en descubrirlo entre el pan y el filetito del pescado noruego, porque seguro que los preparó en pelotas. Después de tragar el primer trozo le dije: excelente, Judit, muy bueno. Gracias: aproveché el par de horas que Bokerónglez dedicó a vestirme con sus pinceles para hacerlos. Ah, te pintó él... ¿podías moverte? No, solo a ratos: me puse sobre un muslo las rebanaditas y sobre el otro los ingredientes: tengo ya mucha práctica con los canapés.
Tal y como suponía: pan con salmón, aceitunas negras, queso fresco, anchoas y sudor de Judit. Descartando, sin mucho fundamento, que no incluyeran otras cosas: ¿quién sabe si minutos antes de empezar los muslos de la joven fueron manipulados por Bokerónglez mientras la penetraba? Así que también pintas casas, comentó mi mujer a unas explicaciones que yo me había perdido por mi ensimismamiento. Un poco de todo: trabajo en una empresa de decoración, jardinería, paisajismo..., pero los cabrones me pagan mil euros brutos al mes, que se quedan en poco más de ochocientos, así que me desahogo muchas noches con las pintadas. O sea, que la culpa la tienen tus jefes. Sí, mis jefes y el sistema, porque sin el sistema no habría jefes. Mi mujer intercambió una mirada conmigo como trasladándome la culpa: el sistema era yo.
Pasamos al plato principal sin que el anfitrión conectara el aire acondicionado y sin que, tal y como me temía, ninguno de los jóvenes cambiase su indumentaria. Menos mal que la lasaña estaba realmente rica, aunque no era nada convencional: en lugar de berenjena Bokerónglez utilizó láminas de calabacín frito, la bechamel no se hacía con leche sino con caldo de hortalizas, además de un jugo de remolacha y nueces trituradas, y la carne resultaba deliciosa. Tanto me gustó que le pregunté: ¿oye, a qué carnicería vas? A ninguna, todo esto lo compra mi madre, yo me limito a coger lo necesario para mis recetas, aunque sé, por lo que ponía en las etiquetas, porque mi madre pone etiquetas en las bolsas de congelados, que habéis comido una lasaña con dos tipos de carne: avestruz y canguro. Can..., can..., murmuré como un tonto. No, perro, no, canguro, ja, ja, ja... Se burló el puñetero. Avestruz no me parecía tan exótico ni repulsivo, pero canguro era harina de otro costal, lo mismo que si me dice cocodrilo que, al parecer, también está de moda. De postre sorbete: melón, sandía o coco. De lo más vulgar: agua teñida con aromas artificiales. Al término, Bokerónglez se levantó para hablar en tono solemne: ahora centrémonos en lo importante: me tenéis que seguir hasta la biblioteca que usa mi padre como despacho.
La biblioteca era magnífica, con estanterías de madera noble y labrada sin pecar de excesos barrocos, al igual que el escritorio. No exagero si digo que allí se hallaban clasificados unos diez mil volúmenes, desde incunables a enciclopedias actuales del estilo Historia de la aviación. Nos hizo colocarnos alrededor de la mesa, abarrotada de papeles, legajos y publicaciones facsímil. Entonces sumergió su mano en aquel caos, aproximadamente en el centro, para sacar, exclamando taaachín, como un grito triunfal, una moneda de dos euros, de la que ya me había olvidado. Te entrego lo que te debía, con los testigos que asisten a esta ceremonia, que conste. De acuerdo, murmuré cogiéndola mientras observaba uno de los libros que había sobre el escritorio. Bokerónglez, percatándose de mi interés, me preguntó: ¿hay algo que te llame la atención de los papelotes de mi padre? Pues la verdad es que sí, ese libro editado por el servicio de publicaciones de la Diputación me... Llévatelo, hombre, llévatelo. ¿Me lo regalaría tu padre? No lo sé, pero no se va a enterar: con la cantidad de volúmenes, de ponencias y de investigaciones pendientes que lo abruman, seguro que no se da cuenta. Pero... No se hable más, Miguel, coge lo que te apetezca. ¿Y a qué se dedica tu padre? Es profesor de historia en la universidad: siempre está liado con temas poco conocidos de sucesos, supuestamente históricos, aunque a veces son simples leyendas, que le cuentan en localidades de la provincia.
Si Bokerónglez me daba permiso, por qué no atreverse, de manera que me apoderé del ejemplar, del que me cautivó el título: EL TRIÁNGULO DE LAS TORRES, y un tocho de folios que sin duda constituían la documentación utilizada por el padre de mi... amigo.
A eso de las doce nos despedimos en la cancela de forja, a pesar de que nuestro anfitrión pretendía consumir las existencias de whisky de su progenitor, por no hablar de la ginebra y dos licores, uno de menta y otro de guindas, que fue lo único que probé (el de guindas) en dosis minúsculas: tenía que conducir, aunque, llegado el caso, mi mujer, que es alérgica al alcohol, también puede llevarme de vuelta al hogar. Al tiempo que Bokerónglez me gritaba: ya te llamaré, Judit se despedía con una mano mientras con la otra se rascaba el co... los genitales: le picarían por efecto de la pintura. La misma mano con la que preparó los canapés, seguro.

martes, 30 de noviembre de 2010

Marcianos nudistas

El otro día vi un fragmento de la película La guerra de los mundos que dieron por televisión, que no mejora en nada a la primera versión que se hizo, no solo por la debilidad de algunos de sus fundamentos, como la captura de personas para extraerles la sangre (en eso se parece a Matrix, salvando las distancias pues esta sí me parece que es original, aunque adolece de una notable ingenuidad, al menos en la primera de la saga, al basarse en la utilización de los seres humanos como pilas energéticas), sino por el desarrollo general en el que priman los efectos especiales sobre otros elementos que deberían estructurar cualquier película, algo de lo que se peca en las de ciencia ficción. Pero no quiero hacer aquí una crítica detallada, simplemente constatar que los marcianos que aparecen van desnudos, como el protagonista de ET, los selenitas de Los primeros hombres en la Luna, también de H. G. Wells, y otros muchos más extraterrestres de novelas y producciones cinematográficas. Esto, a mi entender, puede deberse a uno o varios de los motivos que paso a enumerar:
1.Que por causa de una evolución social en sus planetas, hayan decidido convertirse en nudistas todos sus habitantes y viajen, así en pelotas, a otros mundos sin importarles el frío que pueda hacer o las miradas de seres extraños y de escasa inteligencia.
2.Que las productoras de cine no dispongan de diseñadores de atuendos apropiados para los extraterrestres en cuestión, porque vestir a un marciano antropomorfo resulta muy fácil, pero cuando veo a uno de estos seres, tan parecido a nosotros, en una película o leo su descripción en una novela, ya me pongo en guardia: ¿ciencia ficción o simple fantasía?, más bien fantasía dado que la probabilidad de que un extraterrestre inteligente posea una anatomía similar a la nuestra es bajísima y, por tanto, poco creíble.
3.Que el autor del libro o del guion pretenda, mediante ese recurso de presentar a sus marcianos desnudos, mostrar cuanto antes su fisionomía sin recurrir a más explicaciones, fotogramas, diálogos acompañados por ingenios de tecnologías del futuro, como proyecciones holográficas, etc.
Quiero pensar que se trata de esto último, pues justificaría, a mi modo de ver, echar mano de técnica tan simple. Incluso cuando se habla de vestimentas que no se perciben por los espectadores, se recurre a cosas como coraza o traje biomecánico, recordemos al extraterrestre capturado por Will Smith en Independence Day, lo que permite apreciar el aspecto físico del intruso sin más que echarle un vistazo, vistazo que para el asistente a la proyección no le lleva más que a una consecuencia: otro ET en pelotas.
Quizá me equivoque, y si sobrevivimos al calentamiento global, a la amenaza nuclear, al terroristmo islamista y otros terrorismos, a las crisis económicas mundiales, en las que solo triunfan los ricos y dan como resultado muchos más pobres que, pronto o tarde, y gracias seguramente a internet y a las redes sociales, se sublevarán originando una revolución planetaria de consecuencias imprevisibles, etc., etc., pues eso, si sobrevivimos, a lo mejor nos transformamos en otra especie nudista, volviendo a la inocencia de un paraíso natural, al amor, a la paz, a la búsqueda de un hermano cósmico en esta u otra galaxia que nos salude algo receloso contemplando nuestras vergüenzas. Porque yo no le daría la mano a un ET de tres metros con un pene que naciera a la altura de mi boca para pender arrastrándose por el suelo. Lo siento, sé que soy escrupuloso. Pido perdón a todos los terrícolas defensores del nudismo, y también a los marcianos que lo practican sin complejos.

viernes, 15 de octubre de 2010

Hormigas

Las invasiones de hormigas nunca son iguales: dependen del año, como el vino. Hace tres, dichos insectos sociales poseían un tamaño minúsculo, difíciles de ver si uno no se fijaba; e inversamente proporcional a sus dimensiones era su número: cientos, miles por todas partes. Claro que también dependerá del punto geográfico en que se viva y de las características de la vivienda, pues en un séptimo piso ubicado en una gran ciudad seguramente no habrá apenas hormigas, todo lo contrario que en una casa unifamiliar en las afueras, próxima al campo. Hace dos, aparecieron unas enormes, y mucho menos numerosas, que de sobra cuadruplicaban en longitud a las más pequeñas. Por lo visto, estas gigantes se dedican a esclavizar a las otras, de modo que trabajen para ellas y las alimenten. Hace uno, encontré en las terrazas multitud de hormigas con alas: las reinas en busca de sitios apropiados para fundar nuevas colonias. Se arrastraban sobre las baldosas como si ya no pudiesen volar después de una diáspora agotadora por el aire, a punto quizá de perder o desprenderse de sus órganos para desplazarse igual que abejas rastreando sus flores preferidas. Inútil la diáspora. No podía permitir que establecieran sus hormigueros dentro de los muros de mi casa entrando por cualquier grieta.
Lo curioso es que las invasiones no suelen repetirse; cada año varían algo: en la especie, en la cantidad, en el color, en el tamaño, etc. Algún agente natural se encarga de controlar la superpoblación, lo que debería hacernos pensar en nuestro problema, el primer problema de la humanidad, que consiste en eso: la superpoblación. En los ochenta se hablaba mucho de ello, pues la explosión demográfica, empezando por China, iba a poner en jaque a todos los ecosistemas del planeta. Ahora parece haberse olvidado: por encima de la supervivencia a largo plazo están los negocios. Los ciudadanos son clientes. Aunque los compradores dispongan de poco dinero, si resulta suficiente para llegar a fin de mes en sus respectivos países, quizá se permitan consumir ciertos productos que enriquecerán aún más a los ricos. Ya se sabe: cientos o miles de millones de pobres, gastándose un euro al mes, generarán cientos o miles de millones de euros para alguna o algunas empresas. Y si las mujeres trabajan, mejor. Y si los inmigrantes trabajan, mejor. El truco consiste en bajar los salarios, de modo que mantener una familia exija la aportación de los miembros de la pareja, o, en el caso de los inmigrantes, la aportación de dos, tres, cinco parejas que viven hacinadas en un piso de 90 metros cuadrados, como mucho. Y que alguien se atreva a criticar, con lo bien que queda lo de combatir la discriminación por razones de sexo, raza, religión, etc. Aunque lo que se critique sea la pérdida del poder adquisitivo de las clases medias: si en los setenta bastaba un sueldo para mantener a una familia, ahora debería seguir bastando. Que trabajan los dos componentes de la pareja, pues mejor, mantendrían dos familias si fuese posible. Pero los ricos son más ricos invirtiendo en las mal llamadas potencias demográficas, en cobrar hipotecas a quien quizá no pueda continuar pagándolas si se produce el colapso, y en despedir a todos los trabajadores que le sobran tras una innovación tecnológica gracias a la cual no podrá absorber a todo el personal.
El problema es la superpoblación, porque en nuestras sociedades no existen factores que la regulen de forma espontánea: rompemos el equilibrio de los ecosistemas, provocamos el cambio climático o, por ejemplo, conseguimos crear un nuevo mar de los sargazos en el océano Pacífico, pero no con algas, sino con bolsas de plástico que varias generaciones de hormigas humanas se han encargado de arrojar como si el planeta azul pudiese digerirlo todo sin dejar rastro. No nos engañemos, las guerras no son la solución para cambiar las tendencias demográficas.
Mientras tanto nos invaden las hormigas, como esa especie argentina que está conquistando Europa, no a base de competir y luchar entre ellas, sino cooperando. Los distintos hormigueros no intentan destruirse entre sí, aunque unas comunidades lleven ya varios años asentadas aquí y otras acaben de instalarse: se reconocen como pertenecientes a una supercomunidad que, para perpetuarse a modo de especie hegemónica, exige más la asociación que el sometimiento. A la larga, las hormigas gigantes y esclavistas están llamadas a desaparecer, mientras que las que colaboran, abandonando prejuicios étnicos propios de todo insecto bien educado desde que era una larva, extenderán sus dominios por el mundo a la espera de su gran oportunidad: que sea inhabitable para los seres humanos.

viernes, 27 de agosto de 2010

Balconing

El palabro se las trae, pero más se las trae aún el concepto que subyace bajo estas sílabas angloespañolas. Me desagrada que nuestro país se esté convirtiendo en polo de atracción para todo tipo de descerebrados, en su mayor parte jóvenes, venidos de naciones donde no se permite vulnerar su modo de vida, que es como decir el estado de derecho, con la excusa de crear empleo fomentando un turismo de bajísima calidad que, poco a poco, irá desplazando a los visitantes que valoran nuestros monumentos, clima, playas o paisajes en vez de lo barato que resulta el alcohol, lo fácil que es emborracharse en las vías públicas (ejemplo muy edificante para los menores de edad) y molestar al vecindario de turno sin que nada pueda hacerse al respecto. Pero, claro, se empieza por tolerar el botellón, donde prima sobre todas las cosas una especie de salvoconducto otorgado por Baco y repetido sin contención por todos sus acólitos, léase fiesta, y terminamos viendo como normal que un adolescente británico se arroje sobre una piscina desde un tercer piso para completar la noche de alcohol, hachís y/o anfetaminas. ¿Quién gana con esta clase de turismo? Cuatro empresarios y otros tantos concejales, a costa del sueño de trabajadores que no pueden dormir y deben levantarse a las siete de la mañana para contribuir con sus impuestos al pago de subvenciones para algunos de los vividores que los martirizan de noche y a la limpieza del vertedero que tan civilizados individuos (tenemos la juventud mejor preparada de las últimas décadas) construyen en calles y plazas con sus desechos, orinas y vómitos. Sí, balconing, al que yo añadiría pantaning, fuenting, playing, etc. Porque en cualquier embalse le pueden montar al pueblecito más próximo una fiesta, a base de carpas, grupos electrógenos, música a tope, vaya, lo que se dice una macrofiesta con día de inicio pero sin fecha de finalización. Esto es ilegal, como tantos casos similares. ¿Y qué más da? Últimamente parece que vivimos en un estado de no-derecho, pues las autoridades son incapaces de hacer cumplir las normas, de manera que, en estas circunstancias, más valdría suprimir todas las leyes, incluyendo las que integran la constitución, dejando al arbitrio de tribunales ciudadanos los litigios que surjan. No me he vuelto loco: seguro que muchos estarían de acuerdo y, lo que es peor, la mayor parte no notaría la diferencia.
Pero volvamos al balconing. Este pseudodeporte encarna el perfil de los turistas que campean ya por sus respetos aquí, que es donde se les permite, no en sus países de origen, convirtiendo nuestras costas y ciudades más visitadas en lugares odiosos para familias normales y turistas de alto poder adquisitivo que buscarán sitios más baratos y menos fastidiosos, como Croacia, Turquía o, por ejemplo, la República Checa. Porque, además, los precios también se las traen. Y quienes pagan el pato son los españoles que no pueden regresar a la tranquilidad de sus países después de las fiestas y parrandas interminables. Pero siempre nos queda la posibilidad de sumarnos al enemigo, o de dormir en el trabajo (que a lo mejor tampoco se nota mucho) y comer bocadillos, shawarma o un trozo de pizza para no gastarte en una ración de albóndigas lo que debería valer un buen filete de solomillo de ternera. Puestos a elegir, lo ideal sería pasar las vacaciones, si las fechas coinciden, en alguno de los países de donde proceden los balconistas.

viernes, 4 de junio de 2010

Profecía final

LAS ÚLTIMAS PROFECÍAS DE FRAY CELSO VALDIVIA (II)


Como ya mencioné en la profecía de fray Celso Valdivia, que hablaba del presente año 2010, su vaticinio final, descrito cerca también de su propio final, se refiere al mes de junio de 2136 basándose en dos hechos. El primero se debe a sus técnicas de predicción, como la tarotmética, que para él son sus musas, y así, descomponiendo en factores el número correspondiente al año, obtenemos: 2136 = 2·2·2·3·89 = 2·3·2·2·89 = 2·3·4·89, donde observamos que en la secuencia (2, 3, 4, 8, 9), faltan el 5, el 6 y el 7, por lo que el monje deduce que los meses más problemáticos han de ser mayo, junio y julio. El segundo se debe a que en el añito en cuestión podemos separar dos grupos de cifras: 213 y 6. Pero sumando las del primer grupo, 2+1+3, nos da 6, por lo que ya encierra dos seises el año, y si escogemos el 6, es decir, junio, de los tres meses de peor agüero que faltaban en la descomposición realizada por Celso Valdivia, se llega a que junio de 2136 representa el número de la bestia al contener tres seises: 666, si aceptamos la interpretación más o menos críptica del monje. Pero ya dije entonces que, con frecuencia, cuando entraba en trance a partir de sus visiones tarotméticas, alcanzaba una especie de comunión espiritual con alguien que vivió o vivirá realmente en ese lugar y tiempo, experimentando los efectos profetizados. No se trata de una posesión, más bien de unirse al alma del sujeto de una manera pasiva: el augur ve por los ojos de su anfitrión corporal, al que no elige voluntariamente, como si una fuerza superior se lo ofreciese, oye por sus oídos, capta sus pensamientos y emociones, pero no piensa por él ni se emociona contagiando la mente y el corazón de ese ser desconocido y, por lo general, remoto en el espacio y en el tiempo. Para haceros una idea, lo mejor es que leáis lo que narra Celso Valdivia tras unirse espiritualmente a un joven que se dirige a su trabajo cierta mañana del mes de junio de 2136. Las aclaraciones o conjeturas que he puesto entre paréntesis son mías.

Cristal perfecto, puertas metálicas, escaleras que se mueven para adentrarse en las entrañas del mundo, tal vez en las cavernas de Satanás, pizarras luminosas donde letras y números fluctúan apareciendo poco antes de que otros números y letras y símbolos irreconocibles los sustituyan. Por fin nos detenemos, ante nosotros una sucesión de carruajes sobre un camino de vigas horizontales, vigas paralelas de hierro que solo Dios sabe adónde conducirán (resulta evidente que se hallan en una estación de metro). Lucho para quitarme de la cabeza el 666, pero yo no soy del todo yo, de forma que el pánico me sacude como un trueno imprevisto: ¿acaso nuestro destino será el infierno? Supongo que no, porque mi anfitrión entra sin manifestar ningún tipo de inquietud. Dentro de aquel carruaje solo hay lo que parecen dos personas: una joven, de aspecto adolescente, y... ¿un hombre de metal? Este individuo, sin otra vestimenta más que su piel dorada, permanece de pie. ¿Un diablo menor o un caballero con su armadura, dispuesto para la batalla? Debe tratarse de esto último, pues los demonios no necesitan armadura y su apariencia será mucho más terrorífica (al monje no se le pasó por la imaginación compararlo con una marioneta sin vida, algo semejante a robot, teniendo en cuenta el siglo en el que vivió el monje).
Transcurren unos quince minutos. Mi anfitrión y la joven se miran y sonríen como nerviosos. El caballero de metal ni se inmuta: ni un solo gesto en su rostro, ni un solo movimiento de sus manos o pies. La puerta del carruaje continúa abierta. De pronto, todas las luces se apagan. Los dos jóvenes se incorporan de un salto, miran a derecha e izquierda, intentando ver qué sucede en los demás carruajes a los que está unido el suyo, con los que se comunican sin ningún tipo de obstáculo.
Los vagones están casi vacíos, comenta mi anfitrión. Todo el tren está prácticamente vacío, murmura ella antes de dirigir sus ojos a una especie de pequeño misal: un misal del futuro con luces y una página de vidrio donde leer los sagrados textos de la liturgia y..., también se apaga de repente. Acaban de anular mi móvil, dice, con cara de disgusto. Eso es grave, voy a comprobar el mío, porque... Mi anfitrión no continúa: por encima de su voz suena otra que no proviene de ningún sitio concreto: Tiempo de espera agotado sin cubrir el veinte por ciento de ocupación a lo largo de tres días consecutivos. Por favor, abandonen el tren y busquen otro medio de transporte.
Me da la impresión de que se han vuelto locos, comenta ella, ¿no crees lo mismo..., cómo te llamas? Celso..., ¡no!, Tomás, ¿por qué habré dicho Celso? Yo, Arial. Qué nombre más raro. Cosas de mi padre, ¿nos bajamos? Sí, y tienes razón, se han vuelto locos: nunca recuperarán el veinte por ciento de ocupación: se va automatizando todo cada vez más y los que hacemos trabajos presenciales, fuera de nuestro domicilio, escaseamos como especímenes exóticos. Tomás, todo esto tiene muy mala pinta. Peor de lo que supones, Arial. Mi anfitrión y su acompañante echan un vistazo al de la armadura dorada mientras abandonan el carruaje, pero el hombre de metal no da muestras de seguirles.
Llegamos a la superficie. En las calles apenas hay gente. Algunos andan titubeantes, como si no supieran adonde ir. Vehículos extraños, sin bestias de tiro, jalonan la calzada, inmóviles, dejando libre un pasillo por el que se desplazan otros, aunque muy escasos. También vemos más hombres de metal, no todos estáticos: los hay que caminan con una agilidad impropia de un caballero enfundado en su armadura. Dos pájaros vuelan en nuestra dirección, quizá para posarse en un árbol próximo, pero no, atraviesan su copa como si fuese insustancial, continuando su vuelo hacia una gran torre, especie de chimenea que culmina en una abertura semejante a la de una trompeta, sobre la que crecen multitud de plantas: arbustivas, herbáceas, enredaderas exhibiendo sus flores. Es un auténtico jardín vertical, donde se posan y desaparecen los pájaros. Y son visibles, aunque más lejos, otras estructuras como aquella. Torres de purificación, leo en la mente de Tomás: purifican el aire de la ciudad, una ciudad constituida por edificios que superan, muchos de ellos, la altura de las catedrales y la robustez de las mayores fortalezas.
Pasamos junto a uno de los árboles fantasmales (holograma, sin duda), encaminándonos hacia el siguiente, pero, segundos antes de llegar, se esfuma quedando un tocón metálico desde el que parte un tubo que se remata, a diez metros aproximadamente, con algo semejante a una corona de metal y vidrios multicolores. Mi anfitrión y Arial se paran de golpe. ¿Has visto, Tomás? Sí, esto es el apagón absoluto, responde, mientras percibo su desasosiego. Se han desvanecido todos los árboles fantasmales, una gran cantidad de vehículos y hombres metálicos acaban de detenerse y el silencio solo es interrumpido por el piar de las aves en busca de las torres donde anidan. Algunos transeúntes caen al suelo, dando la sensación de que agonizan, otros, tras interrumpir sus trayectos, permanecen indecisos, como si no se atrevieran a continuar hacia los lugares a los que se dirigían. Acompáñame, Javier, ahí vivo yo, le dice Arial, señalando a la entrada de uno de los edificios colosales, rascacielos, según se plasma en la mente de mi anfitrión. Rascacielos, jamás imaginé que pudieran emplear un término blasfemo para ponerle nombre a un producto de la arquitectura. Tal vez lo que les está pasando se debe a irreverencias como esa, ¿acaso no conocen las sagradas escrituras?, ¿olvidaron ya lo acaecido en Babel?
Después de entrar, deben subir diez tramos de escalera con treinta peldaños cada uno, trescientos escalones en total que los dejan agotados. Compadezco a quienes vivan en las plantas superiores, musita, entre jadeos, mi anfitrión. Sí, cuando un ascensor falla no está más de dos horas fuera de servicio, pero ahora han fallado todos y quién sabe si los repararán alguna vez. Igual que en mi casa, asiente con la cabeza Tomás. Como en todas partes, supongo, porque hasta los ricos los instalan en sus mansiones unifamiliares, dice Arial antes de acceder a su vivienda, que ella llama estudio, sin habitaciones separadas, ni división clara entre cocina y comedor. Todo es triste y penumbroso en aquel día nublado. A través de un ventanal que abarca casi toda una pared puede verse la calle, el edificio de enfrente, y los pájaros que suben y bajan y... los hay que parecen artificiales, como si fueran muñecos con plumas de seda y ojos con incrustaciones de zafiros y esmeraldas. Qué futuro tan siniestro.
No vamos a poder sobrevivir, ¿verdad, Tomás?, le pregunta la joven mientras toman asiento. No lo sé. Pero, si se interrumpen los suministros, el abastecimiento de agua y luz, el transporte desde huertas o granjas donde se producen los alimentos que se consumen en las ciudades, aunque tuviéramos saldo en nuestras cuentas, moriremos. Quizá alguien haga algo para evitar la extinción... ¿Quién va a hacerlo, Tomás?, ¿recuerdas cómo se protestó cuando decidieron cambiar en las leyes el término ciudadano por el de cliente? Lo recuerdo: las manifestaciones no sirvieron de gran cosa. El sesenta por ciento de la población activa trabaja en sus domicilios, pero estos trabajos son discontinuos, hasta el punto de que muchos meses el desempleo se aproxima al cincuenta por ciento en ese colectivo, y en cuanto a nosotros, los presenciales, estarás al corriente... Por supuesto: el paro alcanza al setenta y cinco por ciento, más o menos. Para que el sistema funcione hay que mantener el consumo, pero si la gente no tiene dinero para consumir porque carece de trabajo... Habría que pagarles a los robots y que ellos nos lo dieran a nosotros. Los robots son los esclavos perfectos, y las empresas propietarias o dueños particulares nunca accederían a tal propuesta: se embolsarían ese dinero antes de que llegara a ociosos clientes.
Suena un zumbido y, a la par, se enciende una luz fría de color rojo que parpadea como una estrella de sangre sobre un pequeño cuadro que hay en la cocina. Arial, levantándose, se acerca al artilugio y dice en voz alta: imagen. Como no sucede nada, le comenta a Tomás: increíble, el sistema interno tampoco funciona correctamente, vamos a ver si con una secuencia táctil... Roza con las yemas de los dedos un rectángulo de vidrio que existe dentro del cuadro. La puerta de la casa se abre de manera tan silenciosa que me sorprende (lógico que sorprenda al monje, observador desde los ojos de Tomás a varios siglos de distancia). Tras la apertura, entra una mujer de unos cincuenta años, con cabello compuesto por virutas, se diría, de cobre, ojos de cristal de un amarillo intenso y... ¡una mano de metal!, muy parecida a los apéndices de esos caballeros que llaman robots. ¿Llegan las brujas para allanar el camino a su amo? ¿Preparan el advenimiento de Satanás embaucando a estos inocentes jóvenes que le abren la puerta?
Hola, Arial, mi marido está agonizando. ¿Qué me dices, Poppy? Desde que su implante de realidad virtual dejó de ser operativo, desconectándolo de paso de Internet, parece que estuviera en coma. No me extraña, interviene mi anfitrión, y como él deben estar millones de clientes, yo me he salvado porque no uso ni siquiera lentillas de acceso, tan solo gafas... ¿Es tu novio?, pregunta Poppy. No, un amigo que encontré en el metro: se llama Tomás. Encantada, Tomás..., como te explicaba, Arial, creo que se muere por culpa del apagón, y, para colmo, llevamos cinco días sin poder comprar alimentos: ayer consumimos lo último que nos quedaba, ¿no tendrás, a falta de nada mejor, unas cápsulas de nutrientes equilibrados con las que sobrevivir hasta que esto se arregle? Tengo dos botellas de agua mineral, un quilo de setas trepatorres y un bote de arañas transgénicas en salsa de soja.
¡Arañas!, ¿acaso aquella joven también pertenece al gremio de las servidoras del diablo? ¿Qué poderes otorgaría una pócima con aquel ingrediente arácnido, ingrediente, por cierto, repulsivo para cualquier cristiano? Animales impuros y terroríficos como las tarántulas tal vez alarguen la vida de las brujas, pero hechizarán a los feligreses de nuestras parroquias sumiéndolos en pesadillas cuyo desenlace será la tumba. Por incomprensible que parezca, a Poppy se le abren los ojos en señal de avidez ante la perspectiva del hambre satisfecha. Pues si no te importa compartir tu bebida y tus víveres con nosotros, cógelos y vamos a mi apartamento: a lo mejor todavía podemos salvar a mi marido.
La casa de la bruja es algo mayor que la de Arial, con dos habitaciones independientes. Fijaos en el estado en que se encuentra Héctor: aunque no ha llegado a cerrar los párpados, no responde a ningún estímulo. El hombre yace en una especie de diván, inmóvil, con la cabeza ladeada hacia el ventanal que da a la calle, pero como si no mirase, extraviado por los encantamientos de su mujer, sin duda. Tengo que ir al servicio, manifiesta mi anfitrión. Está un poco sucio porque no hay agua corriente. No te preocupes, Poppy. Lo que denominan servicio es un cuarto en el que uno se puede lavar y hacer sus necesidades gracias a instalaciones, artilugios y sustancias de un lujo desmedido, claro que comparto el cuerpo de un joven del siglo XXII, alguien que desconocerá los rigores de la celda de un monasterio del siglo XV. A pesar de tan moderno habitáculo, el hedor resulta insoportable: se ven manchas de orina y excrementos tanto en el suelo como en el receptáculo donde Tomás vacía su vejiga. A buen seguro que la bruja conducirá a su esposo Héctor hasta allí para que, aun en ese estado de trance que llaman coma, lleve a cabo sus deyecciones. Cuando mi anfitrión sale por la puerta que no cerró, pues no hay luz en el cuarto, vemos a Poppy devorando unas enormes arañas de color granate que saca del bote que Arial le ha entregado. Incluso se chupa los dedos, una vez que el bicho desaparece en su boca, para aprovechar hasta la última gota de una salsa oscura en la que están bañados. Repugnante.
En ese momento, otro joven de edad parecida a la de Tomás, entra en la casa. ¡Mamá!, se dirige a Poppy gritando, ¡hay que sumarse a la manifestación! ¿Qué manifestación?, preguntan al unísono la bruja y Arial. La que ha organizado toda la clientela mundial en las mayores ciudades. ¿Para exigir la reanudación de los suministros y que se reconozca de nuevo a la humanidad la condición de ciudadanía en vez de clientela? No: la gente no puede vivir desconectada de todo, en especial de Internet. A mí apenas me afecta, explica mi anfitrión, no utilizo implantes ni lentillas, únicamente gafas de realidad virtual que me ponía un par de horas después del trabajo. Igual que yo, pero la mayor parte de los clientes no trabajan, llevan varios días sin ingerir alimentos, de modo que les queda únicamente Internet para morir de inanición en condiciones dignas. ¿Morir?, musita Arial. Hace años que este mundo pertenece a las máquinas, a sistemas tecnológicos que los ricos, los clientes de máxima categoría, creen controlar sin que sea del todo cierto. Hasta las decisiones se ejecutan a través del programa autónomo GLOBAL.$, que con frecuencia hace variaciones modificando las órdenes recibidas. Su madre, chupándose bien los dedos después de tragar otra araña, interviene para decir: pero, si la gente está desconectada, ¿cómo se va a realizar la convocatoria? Pues como lo estoy haciendo yo: a través del boca a boca. ¿No te has dado cuenta, mamá, de que la manifestación ya ha comenzado? ¿Es que va a pasar por esta avenida? ¡Asomaos todos al ventanal! Poppy, Arial y Tomás, se aproximan a la cristalera para contemplar la calle. El hijo de esta última tiene razón: la calzada, antes casi vacía, se ha convertido en un lento río de personas que avanzan tambaleantes, muchas cabizbajas, como si se dejasen llevar por la corriente de individuos que gritan algo inaudible desde la altura a la que se encuentran los congregados ante el vidrio. Tenemos que unirnos a ellos, dice, casi ordena, el vástago de la bruja desde detrás de mi anfitrión. Está bien, aunque no sirva para nada, yo me apunto, acepta Tomás observando cómo las dos mujeres asienten, después de todo no tengo nada mejor que hacer.
Bajamos las interminables escaleras para incorporarnos a la riada humana, dejando a Héctor exangüe sobre su diván. Sumidos ya en la corriente se perciben muy bien los gritos: In-ter-net, queremos Internet, In-ter-net, In-ter-net, queremos Internet, In-ter-net, al menos Internet, In-ter-net, In-ter-net... Muchos abren la boca, pero solo balbucean de modo ininteligble o se limitan a expulsar bocanadas de aire sin ninguna modulación, las últimas ráfagas de un aliento que se debilita. Arial bebe de una botella, Poppy sigue tragando arañas del bote que ha bajado, su hijo mastica una seta trepatorres cruda que recuerda a un pequeño capitel corintio de pulpa rosácea con pintas de color turquesa, y mi anfitrión bebe de la otra botella. Entre sorbo y sorbo, o después de ingerir el último bocado, también chillan, chillan como los más enérgicos participantes en la patética riada, posiblemente porque las fuerzas aún no les han abandonado. Pienso en el marido de la bruja, moribundo y solo allá arriba, presa de una maldición, de una magia que no sé neutralizar: sufro por ello: tan solo me es posible pedir al Señor que lo libere. Rezo por su alma mientras ellos gritan.
In-ter-net, In-ter-net, In-ter-net. Queremos Internet. Al menos Internet. In-ter-net, In ter-net...
Un anciano, con trenzas que le llegan hasta la cintura, se acerca enseñándonos unos carteles de papel. Ayudadme a pegarlos en aquel escaparate, dice mientras señala a una gran lámina de vidrio detrás de la cual se exhiben, entre otros objetos, dos caballeros de metal completamente inmóviles. Javier lee lo que ponen los carteles: GOBERNANTES DIMISIÓN. PROGRAMADORES: DESTRUID GLOBAL.$ O IREMOS A POR VOSOTROS. De acuerdo, murmura mi anfitrión, te echaremos una mano. Sí, se inmiscuye Arial, aunque sirva para poco. No servirá para nada, asume el anciano, pero dejaremos nuestra queja como último testimonio de una mínima resistencia antes de la extinción.
De pronto, en las aceras resucitan los árboles fantasmales en una eclosión que embellece con luces y colores toda la calle. También se iluminan multitud de ventanas en los edificios. Algunos de los más tambaleantes recuperan un paso normal: sus ojos brillan como si hubiera regresado la vida a sus cuerpos. Pero otros, incapaces de soportar el ansiado estímulo, caen al suelo donde agonizan junto a muchos que ya se han desplomado antes: aquellos que la corriente humana pisotea sin reparar en tales bultos desparramados.
In-ter... ¡Aleluya! Aleluya, aleluya... Ha vuelto la conexión. Aleluya. Demos gracias a nuestros queridos gobernantes y a GLOBAL.$. Aleluya.
Aquel grito unánime va dirigido al cielo, a las nubes que empiezan a desprender una lluvia cálida, a las torres de jardines verticales donde, por lo visto, trepan una especie de capiteles corintios de carne rosa. Insensatos, blasfemos: solo Dios merece el agradecimiento de justos y pecadores, porque habrán pecado para padecer los males que padecen, para morir de inanición o desplomarse sobre la calzada en una agonía silenciosa pero irreversible. ¿Cuántos? ¿Miles, millones de clientes pisoteados por otros clientes?
Aleluya, aleluya, el fin de los tiempos se acerca para liberarnos de toda preocupación. Aleluya.

Concluido este relato, donde fray Celso Valdivida asiste a una situación futura viendo el principio de una hecatombe mundial por los ojos de ese Tomás del siglo XXII, el monje, como suele acostumbrar, haya compartido o no el cuerpo de una persona ajena a dicha comunión, resume en unos versos todo lo experimentado para que sirva de advertencia a quienes lean su manuscrito, versos que, al igual que ocurre con el texto anterior, he procurado transcribir de modo que sean bien inteligibles para lectores que no se molestarían en perder unas horas con el objeto de convertirlos en castellano actual. He de añadir que, en el relato de sus vivencias, hay párrafos enteros en latín: otra dificultad más a la tuve que enfrentarme. Bueno, ahí va la estrofa:

El día de la bestia ya ha llegado:
agonizan justos y pecadores.
Demonios de metal hoy se apoderan
de palacios, de calles, de un futuro
que desprecia las almas del Señor.
En procesión los últimos valientes,
una Santa Compaña que convoca
a todo moribundo, a todo vivo
para caer alzando su protesta.
Y aleluya dirán mientras fallecen
si Satanás alivia sus dolores
con hechizos uniendo sus miserias
en la consolación de los estúpidos.


Para finalizar, anuncio que más adelante hablaré del manuscrito de fray Celso Valdivia, de cómo me hice con él y del uso de alguna técnica tarotmética que se menciona en el libro.

domingo, 23 de mayo de 2010

Pinturas

Cierto sábado de julio poco antes del ocaso, caminaba con mi mujer por el paseo marítimo Antonio Banderas (sí, ya tiene un tramo de paseo marítimo en Málaga) viendo cómo ardía la leña en los asadores con un lecho de arena donde se preparan los espetos de sardinas, una vez que ya se han formado las brasas, cuando descubrí mi rostro sobre una pared. Íbamos en busca de un merendero (reivindico esta palabra porque ya estoy harto del término chiringuito, al igual que la de asador en vez de barbacoa) donde cenar, conducidos por el aroma de la madera que llameaba en los instantes previos a la colocación de las sardinas empaladas en grupos de cinco o seis empleando humildes, pero efectivos, puñales de caña, por lo que estuve tentado de hacer caso omiso. Claro que, ¿cómo obviar tal fenómeno, comparable a las caras de Bélmez? Espera, Isabel, le dije a mi consorte, que quiero ver algo. Me acerqué al muro en cuestión, deseando que se tratase de una simple coincidencia, pero mientras recorría los metros que me separaban de la pared los rasgos de aquel rostro lejos de hacerse distintos se parecían cada vez más a los míos. Cuando me detuve a medio metro, la voz de mi mujer sonó a mi espalda con un tono de incredulidad: si no eres tú, será tu doble, Miguel.
De doble nada, lo supe por lo escrito bajo aquel semblante: WANTED, y en una segunda línea: AVISAR AL... (no escribiré el número del móvil que aparecía, aunque fuese público), y debajo, a modo de firma: BOKERÓNGLEZ. Así que el jodido Bokerónglez, pensé bastante cabreado, sobre todo por lo de WANTED, en el más puro estilo del western de guion clónico y aburrido. ¿Para qué desearía localizarme? A lo mejor trataba de devolverme los dos euros que le presté en su día, tras reponerse de sus dificultades económicas anteriores. Después de anotar el número del móvil seguí paseando con mi mujer. Estaba decidido a marcar los nueve dígitos para exigirle que borrase mi cara del muro: ¿qué iban a pensar los que me reconociesen? ¿Y si un policía municipal se cruzaba conmigo en aquel momento y creía que el autor de la pintada era yo mismo, llevado por el ansia de notoriedad, narcisismo patológico o algo así?
Se me habían quitado las ganas de comer un par de espetos (con uno no me conformo), de mancharme de grasa las yemas de los dedos con esas sardinas que, asadas en su punto, exhiben un color a medio camino entre la plata y el oro, por lo que andaba con una prisa que no venía a cuento. Sin embargo, diez minutos más tarde me paré en seco ante una nueva pintada con la firma de Bokerónglez. No, no vi en ella mi rostro, por suerte, pero la reconocí, o me pareció reconocerla, como una de las que Antonia Barba, profesora de dibujo que coincidió conmigo en el instituto Pedro Muñoz Seca (El Puerto de Santa María) plasmaba en óleos, cuadros que luego se exhibían en exposiciones de pintura. Cuando asistí a una de aquellas exposiciones en el café (prefiero este término al de pub, porque café servían allí, y de paso mantengo la coherencia con mis manías léxicas) Blanco y Negro, me pareció que representar grafitos en un lienzo era una especie de paradoja: por un lado, muy original, pues nunca había visto algo semejante, por otro, en absoluto original dado que se limitaba a replicar con óleo y pinceles lo que autores ajenos, en su mayor parte anónimos, componían (con frecuencia, más bien garabateaban) en paredes de edificios, tapias de parques y cementerios, fábricas abandonadas y hasta monumentos no menos abandonados. Curiosas las pinturas de pintadas (todas eran reales, me aseguró, de las que te encuentras en cualquier sitio por el que camines o discurra el tren o automóvil en le que viajas), aunque el motivo que debía justificar aquel empeño, aquella especie de metapintura, se me escapaba. Los cuadros me resultan interesantes, le comenté, pero siempre he odiado las pintadas, ¿a qué se debe que todos encierren el mismo contenido? Bueno, es una forma de expresión, como los bodegones, las marinas o los retratos, por ejemplo. ¿Así de sencillo? Así de sencillo. Pero, tú eres hiperrealista, ¿no? Si a ti te lo parece, Miguel, aunque yo no me definiría con tanta facilidad, vaya, que una no es hiperrealista como si fuera vegetariana o de una logia masónica. No termino de entenderte, a ver, ¿qué significado profundo subyace en tus lienzos? Piensa en la alegoría, hombre, ¿no la captas? No. Pues entonces, por mucho que te lo explique, no llegarás a comprender la verdadera naturaleza de lo expresado, porque juegan un importante papel los sentimientos, compartir, qué digo compartir, comulgar a través de los colores, las formas, los textos en los que se ha vaciado un bote de aerosol, con el pintor clandestino, imaginarte su intención, sus esperanzas, las lágrimas que en ese instante caían de sus ojos por una decepción amorosa: no, tú no estás preparado para asumir la textura de un universo cromático que va más allá de la catalogación basada en supuestos lógicos.
Recordando aquellas palabras, y asumiendo que no puedo asumir la textura de tales universos cromáticos, porque los lienzos, y no digamos las paredes, a menudo llenas de mierda, tienen una textura que se las trae, marqué el número del móvil de Bokerónglez. ¿Sí? De sí, nada: ¡no!, Bokerónglez, no quiero seguir viendo mi cara en el paseo marítimo. ¡Ah, eres tú!, ¿cómo te llamabas? No te lo dije la otra vez, en la plaza de la Constitución, pero mi nombre es Miguel. Perfecto, perfecto... Perfecto, por qué. Es un decir, no te cabrees, ni tampoco te preocupes, porque soluciono el asunto en un par de días. Vale, en un par de días espero que esté borrado. Borrado, no. Cómo que no. Eso resulta muy difícil, hombre, un gasto de energía superfluo: una de estas noches me acerco para hacer unos retoques por aquí y por allá hasta convertir tu rostro en el de un político corrupto: ¿cuál prefieres?, ahora hay donde elegir... Escoge tú, lo importante es que mi cara desaparezca..., por cierto, ¿para qué querías que te llamara? Te voy a devolver los dos euros que me prestaste: me han tocado varios miles en un cupón de la ONCE que me encontré en la calle, aunque no era exactamente de la ONCE... De una de esas ilegales, ¿no? Sí, para el caso es lo mismo, así que quiero devolverte la moneda. No me jodas, te la di, y lo que se da no se quita, quédate con ella. Claro, para que pienses que se trataba de una limosna, qué gracioso: o recuperas tu préstamo o tu cara permanece en el paseo marítimo hasta que, a lo mejor dentro de una década o dos, pinten los muros. De acuerdo, ya que te empeñas, me la devuelves: dime a qué hora nos vemos en la plaza de la Constitución. Tranquilo, hombre, que voy a invitarte a cenar. ¿Invitarme a cenar?, murmuré patidifuso. Sí, en la casa de mis padres, aprovechando que el próximo fin de semana se largan a Londres, me acompañará mi colega Judit. ¿La de la beca Erasmus en Finlandia? No, otra que pillé emborronando con sus aerosoles una de mis pintadas: empezamos con una buena bronca y seguimos con un buen polvo aquella noche... Pero en la casa de tus padres... Ven con tu mujer, porque era tu mujer la de aquel día, ¿no? Sí. Pues ya te mandaré un mensaje con la dirección y la hora a la que cenamos el viernes al número del móvil desde el que me has llamado.
Colgó dejándome con la palabra en la boca. El caradura me citaba a la casa de sus padres para devolverme dos euros y cenar con mi mujer en compañía de su actual pareja, que, conociendo su afición nocturna, lo mismo se trataba de una cocainómana que de una puta callejera o una de esas chinas que venden artilugios con lucecitas multicolores e intermitentes que te dan el coñazo mientras tomas algo en la terraza al aire libre de un restaurante. En fin, ya os hablaré de la dichosa cena en otra ocasión.

lunes, 10 de mayo de 2010

Las últimas profecías de fray Celso Valdivia




A raíz de los sucesos acaecidos el pasado mes en relación con la nube de cenizas volcánicas que tantos trastornos han ocasionado en buena parte de Europa, he vuelto a revisar el manuscrito que contiene las profecías del monje benedictino, que vivió en el siglo XV, llamado Celso Valdivia. Dejaré para otro momento la explicación de cómo cayó en mis manos tal manuscrito, ahora me interesa tan solo hacer llegar a quienes lean estas líneas lo acertadas de sus predicciones, por absurdos que parezcan los métodos empleados para su determinación.
En primer término debo aclarar que fray Celso Valdivia fue un hombre que mantuvo el máximo respeto por la regla propia de la orden religiosa a la que pertenecía, un monje ejemplar y un maestro de aptitudes envidiables como didacta. Enseñó matemáticas no solo en su monasterio, sino en villas y aldeas, logrando que niños y adolescentes de familias muy pobres tuvieran acceso al aprendizaje, sobre todo de las matemáticas, la especialidad de fray Celso Valdivia, sin tener que pagar por los servicios de tan buen profesor. Quizá esta afición del monje a las matemáticas le inspiró sus otras aficiones, como el vaticinio del porvenir a través de lo que en principio denominó Indicios por los ábacos y, más tarde, Tarotmética, palabra que resulta de la fusión de tarot y aritmética. De hecho, inventó un tarot numérico, que le servía para entrar en trance y hacer algunos pronósticos menores, en donde el 13, que representaba mediante 4 triángulos equiláteros inscritos sucesivamente uno en otro (en total trece de distintos tamaños, como se ve en gráfico adjunto), era la carta más poderosa pues se componía de 1, símbolo del único Dios, y 3, la Santísima Trinidad, aparte de que, como es sabido, 13 reúne a los doce apóstoles más Jesucristo.

Pues bien, uno de los sistemas que empleaba Celso Valdivia en sus predicciones consistía en una especie de juego matemático en el que comenzaba por factorizar el número correspondiente al año del que pretendía hacer alguna revelación. Así, en el caso que nos ocupa, es decir, el 2010, el monje llegaba al resultado: 2010 = 2·3·5·67. A esta descomposición factorial le llama Celso Valdivia secuencia profética, según la cual el factor o dígitos de factores que falten en dicha secuencia indican meses del año en cuestión en el que ocurrirán acontecimientos problemáticos, o que van a iniciarse. Si nos fijamos en las cifras que aparecen, descubrimos que no figura el 4, que representa el mes de abril, lo que inspiraba al monje para indagar, ya en trance, acerca del significado de tal ausencia. Para el resto de meses, enero, y desde agosto a diciembre, no se puede decir nada, a no ser que se utilicen otros métodos, como su tarot numérico. Mi trabajo me costó adaptar el castellano antiguo de fray Celso Valdivia, pero transcribo los versos en los que realiza su augurio el monje, después de finalizada su visión en estado de trance, relativos al mes de abril de 2010:

Vapores del infierno hacia las nubes
de isla en isla llenando el continente,
hollín de los demonios que acrecenta
la desesperación de los viajeros.
Paralizada Europa con sus rutas
del aire saturado de cenizas,
desastre que anticipa otro desastre
y a desastre anterior se va sumando.


Acabaré por hoy refiriéndome a un año siniestro, pero del siglo XXII (el monje hacía uno o dos vaticinios por siglo tan solo). Se trata del 2136, para el que Celso Valdivia predice una especie de hecatombe, algo similar al fin del mundo. Asegura que acaecerán catástrofes sin precedentes que conducirán a la humanidad a un período de estancamiento y a la amenaza de extinción. Enfermo, al borde de la muerte, escribe dando a entender que relata el fin de los tiempos, que tal vez otro mundo sea posible, pero no perteneciente a los seres humanos. Sitúa el momento álgido de la hecatombe en junio de 2136, basándose en que: 2136 = 2·2·2·3·89 = 2·3·2·2·89 = 2·3·4·89. Como se observa, en la secuencia faltan el 5, el 6 y el 7, de donde deduce que los meses más problemáticos son mayo, junio y julio de ese año. A partir de esto, se concentra para acceder a su estado de trance, gracias al cual captar las visiones que le faciliten emitir su profecía. Pero, como otras veces anteriores, su alma se une al alma de una persona que vivirá en esa época, padeciendo las desgracias que Celso Valdivia pronosticará. En este caso su comunión espiritual es con un joven que se dirige a su trabajo en ese mes fatídico de 2136, pero las terribles experiencias que narra el monje, tras el regreso a su presente del siglo XV, las dejaré para otra ocasión, cuando vuelva a retomar el ajado manuscrito de fray Celso Valdivia.

jueves, 22 de abril de 2010

Abejas

El otro día, estando en el porche de mi casa entretenido en regar las plantas que ya exhiben sus flores en la jardinera que lo adorna, descubrí una abeja que merodeaba cerniéndose sobre los pétalos como lo haría un halcón sobre su presa. Mi primer impulso fue dejar la regadera y coger un suplemento dominical sobre economía, en cuya lectura no pensaba desperdiciar el tiempo amargándome con la crisis, los signos de recuperación, etc., y, acechando al insecto hasta que se posara, sacudirle un revistazo, que estremeciera los índices bursátiles, para deshacerme de él. Pero entonces recordé el grave problema de la mortandad masiva de las abejas en todo el mundo, lo cual influye en el mantenimiento de la vida vegetal, pues, aproximadamente, la polinización de un 80% de las especies depende de este tipo de insectos, afectando, como es lógico, a las producciones agrícolas de todo el planeta. Al parecer, las causas de que las colmenas se estén quedando vacías son múltiples, una conjunción de factores, como algunos parásitos, nuevas enfermedades víricas, y, sobre todo, el uso de ciertos pesticidas (los nicotinoides) que las matan en cantidades ingentes. A esto se le unen factores locales: en España, los incendios de los últimos años también han contribuido a su merma. Solté mi arma, con sus afilados IPC, PIB y EPA, entre otras púas semejantes, y me puse a observar el vuelo del bichito. Después de todo, yo no era alérgico a sus picaduras, no como mi cuñado José Mª. Pulido, que si le ataca una abeja o una avispa debe inyectarse a la mayor brevedad posible un antihistamínico. Además, las abejas han inspirado a muchos escritores. Seguro que la mayoría recuerda los versos de Miguel Hernández que se hallan en su elegía motivada por la muerte de Ramón Sijé: volverás a mi huerto y a mi higuera: / por los altos andamios de las flores / pajareará tu alma colmenera / de angelicales ceras y labores. O aquellos otros versos del poema Las moscas, de Antonio Machado, en que son utilizadas para establecer una comparación próxima a la moraleja de una fábula: Inevitables golosas, / que ni labráis como abejas, / ni brilláis cual mariposas. En fin, por citar a otro autor que, sin duda, le debe bastante a estos animalitos, diré que no hace mucho leí la novela corta La importancia de que las abejas bailen, de Diego González, ganador de la XXVI edición del premio Felipe Trigo, el mismo año en que lo ganó, en la modalidad de novela larga, mi amigo Alberto Castellón con su novela Regina angelorum. Una obra, la de Diego González, que trata el tema de la apicultura de modo magistral, poético, con una técnica narrativa difícil de superar.
Perdoné la vida al insecto, y no perdí nada. Ya sé que una sola abeja no representa gran cosa, pero se empieza por ahí. Las revoluciones de mayor envergadura nacieron de las manos y las mentes de unos pocos audaces decididos a cambiar el mundo. Este mundo en el que se extinguen las abejas, pero que aún no han desaparecido por completo.

jueves, 8 de abril de 2010

Pintadas

El día 7 de abril dieron una noticia en televisión relativa a la multa de 55000 euros que se pide en un juicio contra un grupo de grafiteros sorprendidos mientras pintaban trenes en Barcelona (incluso del tipo AVE, su pieza más cotizada). Pero lo realmente llamativo de este asunto es lo manifestado por alguno de los más reconocidos especialistas de esta actividad, que no ven el valor ya en la propia obra culminada, sino en las circunstancias clandestinas que la envuelven: en el riesgo, en la emoción. No hace mucho oí decir a uno de estos gurús del grafito que lo suyo iba de arte, incluso de poesía. Si nos atenemos a una de las acepciones de esta voz en el diccionario de la RAE (idealidad, lirismo, cualidad que suscita un sentimiento hondo de belleza, manifiesta o no por medio del lenguaje) cabría aceptar la afirmación del aficionado a los aerosoles, aunque a mí me cueste creerlo, pues contemplando los grafitos que manchan trenes, muros, fachadas y hasta monumentos, no embarga mi espíritu emoción alguna que me permita percibir de manera honda, ni tampoco superficial, la belleza en su más puro esplendor.

No soy partidario de los tatuajes, sobre todo cuando se abusa de ellos abarcando buena parte de la piel, pero esta, a fin de cuentas, les pertenece a los interesados, mientras que el metro, un tren de cercanías o el AVE, los costeamos entre los contribuyentes. Podrían replicar que el inconformismo nunca respetó barreras ni propiedades, que la poesía se condensa en el fondo del mensaje, no siempre literal, o en la forma, variopinta, preñada de creatividad.

Aerosoles aparte, estos pintores-poetas parecen ignorar los siglos, al menos desde la antigua Roma hasta nuestros días, en que esta forma de expresión viene repitiéndose. Incluso conozco a uno, el malagueño autodenominado Boquerón González (en realidad, Bokerónglez, como escribe en sus tarjetas de visita hechas a mano, sin punto al final de glez y con una tilde que representa al pececillo en cuestión), especializado en garabatear paseos marítimos, que no duda en discutir conmigo la validez de mis argumentos. Mantener una conversación con Bokerónglez resulta peligroso, pues podrías convertirte en cazador cazado. Me abordó en la plaza de la Constitución de Málaga una noche en que iba a tomar un té moruno, caminando hacia la calle de San Agustín, para pedirme una contribución económica. Estudiaba, y aún estudia, filología hispánica, aunque las noches las dedica al arte que él llama contestatario. Al principio, no pensé darle ni un céntimo, pero debido a su insistencia, cogí del bolsillo un euro para quitármelo de encima y poder continuar la caminata con mis acompañantes. Había olvidado que solo llevaba una moneda de dos euros, de modo que, con una dolorosa resignación, le entregué mi tesoro. Esto no es una limosna, me dijo mientras se la embolsaba, considéralo un préstamo: en cuanto me reponga económicamente, te lo devuelvo. Me pareció un caradura: ¿cómo iba a devolver dos euros a un desconocido con el que coincidió por casualidad una noche en la calle? Seguro que viviría a costa de sus padres, y sableando a los amigos, hermanos, y a todo el que se pusiera al alcance de su verborrea. Pero nada, a cuento de lo del préstamo, lo tuve que soportar unos veinte minutos: que si trabajo en un hotel los fines de semana, que si he publicado un librito de poemas, que si mi novia me dejó después de largarse a Finlandia con una beca Erasmus.

Qué plúmbeo el Bokerónglez, y no es que lo diga yo, él mismo lo acepta y se ríe con mis críticas, porque procura leer lo que escribo con relación a su persona. Tras otro encuentro no tan fortuito, que narraré en otra ocasión, al decirle que la inmensa mayoría de las pintadas me parecen iguales, sin ningún mérito, osó refutar mi opinión asegurando que ya no hay nada nuevo bajo el sol, la consabida excusa, claro, preguntándome si no me había dado cuenta de cómo el jazz constituye un elemento focalizador de muchas obras literarias, por ejemplo, El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina, y La carta esférica, de Arturo Pérez Reverte, o cómo la profesión de intérprete de idiomas caracteriza a los protagonistas de las novelas 62 / modelo para armar, de Julio Cortázar, El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina y Travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa, por citar tres de ellas. El alarde del estudiante de filología me pilló desprevenido. Supongo que Bokerónglez no se equivoca en lo de que no hay nada nuevo bajo el sol, al menos para quienes no tienen un ápice de imaginación, como él, que ensucia paredes, muros y alguna que otra chimenea, de las conservadas como recuerdo de la industria metalúrgica de Málaga, en los paseos marítimos con el pretexto de crear arte, poesía, expresión estética que a casi nadie suscita el más mínimo sentimiento de belleza.

Espero que no me guardes rencor, Bokerónglez, si solicito desde estas líneas una multa de 55000 euros, o por lo menos de 1000, como pago por tus tropelías. Seguro que te viene bien, y de paso te dedicas a tu carrera y a leer literatura a tiempo completo para descubrir coincidencias, plagios y genialidades compartidas con las que sorprenderme en la vigilia de una noche de verano.

martes, 6 de abril de 2010

La clepsidra de Neptuno


Vicente es un joven grafólogo que trabaja para una emisora local de televisión analizando la letra de los participantes en un concurso. Desea llevar una existencia tranquila junto a su novia, Nuria, profesora de matemáticas en un instituto de la ciudad en que residen, pero a raíz de una pintada injuriosa dirigida a ella, escrita por uno de sus alumnos en un servicio, todo empieza a complicarse.

Vicente se ve obligado a entrar en relación con la familia del adolescente, impelido por los requerimientos de Nuria, cuyo enérgico carácter se impone a la pusilanimidad del grafólogo. Entonces, Vicente queda sumido en una trama donde cobran protagonismo dos comunidades pitagóricas. Los miembros de una de estas se consideran herederos de un grupo de mudéjares, los áureos, pitagóricos que habíansubsistido secretamente desde el siglo IV o quizá III antes de Cristo (cuando se supone que desaparecieron) hasta el siglo XV, amenazando la tranquilidad anhelada por el joven, y hasta su propia vida, tras hacer un análisis de parte de un misterioso manuscrito en poder del displicente alumno de su novia.