jueves, 8 de abril de 2010

Pintadas

El día 7 de abril dieron una noticia en televisión relativa a la multa de 55000 euros que se pide en un juicio contra un grupo de grafiteros sorprendidos mientras pintaban trenes en Barcelona (incluso del tipo AVE, su pieza más cotizada). Pero lo realmente llamativo de este asunto es lo manifestado por alguno de los más reconocidos especialistas de esta actividad, que no ven el valor ya en la propia obra culminada, sino en las circunstancias clandestinas que la envuelven: en el riesgo, en la emoción. No hace mucho oí decir a uno de estos gurús del grafito que lo suyo iba de arte, incluso de poesía. Si nos atenemos a una de las acepciones de esta voz en el diccionario de la RAE (idealidad, lirismo, cualidad que suscita un sentimiento hondo de belleza, manifiesta o no por medio del lenguaje) cabría aceptar la afirmación del aficionado a los aerosoles, aunque a mí me cueste creerlo, pues contemplando los grafitos que manchan trenes, muros, fachadas y hasta monumentos, no embarga mi espíritu emoción alguna que me permita percibir de manera honda, ni tampoco superficial, la belleza en su más puro esplendor.

No soy partidario de los tatuajes, sobre todo cuando se abusa de ellos abarcando buena parte de la piel, pero esta, a fin de cuentas, les pertenece a los interesados, mientras que el metro, un tren de cercanías o el AVE, los costeamos entre los contribuyentes. Podrían replicar que el inconformismo nunca respetó barreras ni propiedades, que la poesía se condensa en el fondo del mensaje, no siempre literal, o en la forma, variopinta, preñada de creatividad.

Aerosoles aparte, estos pintores-poetas parecen ignorar los siglos, al menos desde la antigua Roma hasta nuestros días, en que esta forma de expresión viene repitiéndose. Incluso conozco a uno, el malagueño autodenominado Boquerón González (en realidad, Bokerónglez, como escribe en sus tarjetas de visita hechas a mano, sin punto al final de glez y con una tilde que representa al pececillo en cuestión), especializado en garabatear paseos marítimos, que no duda en discutir conmigo la validez de mis argumentos. Mantener una conversación con Bokerónglez resulta peligroso, pues podrías convertirte en cazador cazado. Me abordó en la plaza de la Constitución de Málaga una noche en que iba a tomar un té moruno, caminando hacia la calle de San Agustín, para pedirme una contribución económica. Estudiaba, y aún estudia, filología hispánica, aunque las noches las dedica al arte que él llama contestatario. Al principio, no pensé darle ni un céntimo, pero debido a su insistencia, cogí del bolsillo un euro para quitármelo de encima y poder continuar la caminata con mis acompañantes. Había olvidado que solo llevaba una moneda de dos euros, de modo que, con una dolorosa resignación, le entregué mi tesoro. Esto no es una limosna, me dijo mientras se la embolsaba, considéralo un préstamo: en cuanto me reponga económicamente, te lo devuelvo. Me pareció un caradura: ¿cómo iba a devolver dos euros a un desconocido con el que coincidió por casualidad una noche en la calle? Seguro que viviría a costa de sus padres, y sableando a los amigos, hermanos, y a todo el que se pusiera al alcance de su verborrea. Pero nada, a cuento de lo del préstamo, lo tuve que soportar unos veinte minutos: que si trabajo en un hotel los fines de semana, que si he publicado un librito de poemas, que si mi novia me dejó después de largarse a Finlandia con una beca Erasmus.

Qué plúmbeo el Bokerónglez, y no es que lo diga yo, él mismo lo acepta y se ríe con mis críticas, porque procura leer lo que escribo con relación a su persona. Tras otro encuentro no tan fortuito, que narraré en otra ocasión, al decirle que la inmensa mayoría de las pintadas me parecen iguales, sin ningún mérito, osó refutar mi opinión asegurando que ya no hay nada nuevo bajo el sol, la consabida excusa, claro, preguntándome si no me había dado cuenta de cómo el jazz constituye un elemento focalizador de muchas obras literarias, por ejemplo, El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina, y La carta esférica, de Arturo Pérez Reverte, o cómo la profesión de intérprete de idiomas caracteriza a los protagonistas de las novelas 62 / modelo para armar, de Julio Cortázar, El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina y Travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa, por citar tres de ellas. El alarde del estudiante de filología me pilló desprevenido. Supongo que Bokerónglez no se equivoca en lo de que no hay nada nuevo bajo el sol, al menos para quienes no tienen un ápice de imaginación, como él, que ensucia paredes, muros y alguna que otra chimenea, de las conservadas como recuerdo de la industria metalúrgica de Málaga, en los paseos marítimos con el pretexto de crear arte, poesía, expresión estética que a casi nadie suscita el más mínimo sentimiento de belleza.

Espero que no me guardes rencor, Bokerónglez, si solicito desde estas líneas una multa de 55000 euros, o por lo menos de 1000, como pago por tus tropelías. Seguro que te viene bien, y de paso te dedicas a tu carrera y a leer literatura a tiempo completo para descubrir coincidencias, plagios y genialidades compartidas con las que sorprenderme en la vigilia de una noche de verano.

No hay comentarios: